Viaje a lo profundo del paty

Desde las entrañas de una gigantesca picadora de carne, la historia de la familia que inventó el negocio de la hamburguesa argentina. Y por qué, después de medio siglo, decidió vendérselo al mejor postor.

Pablo Plotkin
15 min readMar 8, 2014

“Es como una fábrica de autos al revés.”

Abrigado con un traje aislante, cofia y galochas blancas, Julio Giordano podría pasar por apicultor, carnicero, cirujano o un raro cowboy espacial. Su tarea, sin embargo, es gestionar una cadena de montaje sofisticada y feroz, un dispositivo que convierte músculo, sangre y grasa animal en discos compactos apetitosos. El corazón frío, maloliente y hi-tech de la fabricación masiva de hamburguesas.

La histórica planta de Paty se levanta a un costado de la Panamericana, a la altura de Martínez, y produce –en el proceso de despiece y síntesis que va del cadáver bovino a esas rodajas pétreas como fósiles de mamut– cincuenta toneladas diarias de hamburguesa. Si las sumamos a las cien que despacha la empresa en su planta-matadero de San Jorge, en el sudoeste de la provincia de Santa Fe, y dividimos el peso, estamos hablando de unas dos millones de unidades al día. O sea que esta gente trabaja duro para que, en promedio, cada argentino se coma al menos un paty por mes.

La marca nacional que se convirtió en genérico del producto que elabora (hasta la consolidación de McDonald’s, nadie hablaba de hamburguesas acá; eran simplemente patys, y había que clavárselos, como quien se da un pico de insulina o llena el tanque de nafta) ostenta el cincuenta por ciento de la cuota de mercado. A la producción de la competencia (Good Mark, Swift, etcétera) hay que sumar el consumo creciente en los locales de comida rápida y la venta por peso en carnicerías. En base a un informe de la Unión de la Industria Cárnica Argentina de 2009, y proyectando un crecimiento conservador, en el último año nos comimos en el país alrededor de 800 millones de hamburguesas. En la humareda de tu cocina, en los salones de las grandes cadenas, en la barra de formica de un Nac & Pop –con la mirada perdida en una caricatura de la Coca Sarli– o en la cueva gourmet Burger Joint, al lado de un póster de Johnny Cash, así vamos modelando nuestra propia Fast Food Nation. Y si bien este promedio de veinte hamburguesas anuales per cápita es bajo en relación a las 150 que se come un yanqui en el mismo período, la tendencia alcista parece lejos de haber tocado su techo.

Mientras tanto, en un nivel aún minoritario de conciencia, en medio de un paisaje global de obesidad y otras epidemias alimentarias, la hamburguesa paga por sus pecados y los del resto de la industria, tal vez porque representa el núcleo proteico alrededor del cual se organiza un plato típico de comida chatarra (complementado con harinas refinadas, gaseosas y frituras). Las cualidades nutritivas de una hamburguesa, por supuesto, dependen de diversas variables: con qué cortes de carne fue elaborada, qué porcentaje de grasa contiene, si está engordada con harina de soja, si es un festival de químicos o un producto esencialmente orgánico.

Hasta hace algunas décadas, la hamburguesa era simplemente una porción de carne fibrosa procesada para una masticación más sencilla y placentera. Versiones primitivas se les adjudican a los tártatos, los mongoles y los alemanes, pero la historia contemporánea tiene su grasiento big bang en 1921, cuando el restaurante White Castle abre sus puertas en Wichita, Kansas, y arrasa con sus sanguchitos de mini-burgers cuadradas a cinco centavos de dólar. White Castle, luego catalogada como la primera cadena de comida rápida del mundo, anticipa una cultura gastronómica que prevalece hasta hoy. Pero es en 1955, cuando McDonald’s se convierte en corporación (una década y media después de haber abierto su primer local en San Bernardino, California, junto a la Ruta 66), que se consuma la verdadera revolución industrial de la hamburguesa.

A esa tierra de las guerras ganadas, el capitalismo en auge, Elvis y las grasas saturadas llegó, a fines de los 50, un argentino de veinte años llamado Ernesto “Tito” Lowenstein, hijo de una familia dedicada a la exportación de carne de caballo. Había viajado con la misión de detectar nuevos negocios. “Esto es lo que se viene”, dijo al volver. Tito había visto el futuro en una caja de cartón en cuya inscripción de contenido podía leerse: “100 patties”. La palabra mágica que define una rodaja genérica de carne procesada.

La historia nacional de la hamburguesa tiene rasgos peculiares. En Estados Unidos, es un alimento que se consume principalmente en los locales o en el auto, eventualmente como plato de elaboración casera. Si bien hay marcas conocidas de congeladas como Bubba, los símbolos de la burger culture son las cadenas de restaurantes, no el producto en góndola. Para ellos la hamburguesa es como para nosotros el churrasco.

El origen nunca escrito del negocio local tiene un contexto más complejo que ese viaje exploratorio del joven Ernesto. En la prehistoria de la fundación de Paty se mezcla la crisis de los frigoríficos durante el primer peronismo con el impulso emprendedor de un cuadro técnico de la industria de la carne. Un hombre llamado Luis Juan Bameule.

Bameule era hijo de un francés al que, a los siete años, embarcaron en el puerto de Normandía con destino a Bahía Blanca junto a uno de sus numerosos hermanos, ya que a la familia se le hacía imposible alimentar a todos. Criado por una tía, el francés creció y se convirtió en empleado de la cerealera Dreyfus de Bahía, y en un momento fue trasladado a la sede de Buenos Aires, donde se casó y tuvo tres hijos. En 1920 nació Luis Juan, el mayor, dotado de una habilidad natural para los números. Cuando tenía doce años, un día antes de rendir el examen de ingreso al Carlos Pellegrini, su padre murió de un infarto mientras manejaba. Cargando el peso que en esas circunstancias recaía sobre el primogénito, dio el examen igual y, en 1937, se recibió de perito mercantil con medalla de oro, lo que le valió un puesto menor en la Junta Nacional de Carnes, un ente estatal creado para sostener las exportaciones durante la crisis internacional de los años 30. Mientras tanto, estudiaba para recibirse de contador público y doctor en Ciencias Económicas y, en los veranos, sumaba ingresos viajando a parajes desolados como Ushuaia y Río Gallegos para inspeccionar la zafra del cordero.

La Argentina se consolidaba como el gran proveedor de proteínas en el mundo de posguerra. Los frigoríficos ingleses y norteamericanos llevaban décadas instalados en el país, con plantas que empleaban a miles de obreros. Pero el plan de Perón era restarle poder al capital foráneo, manejar el comercio desde el Estado y fomentar el ascenso de una burguesía ganadera nacional. Así fue como se le dio vida a la CAP (Corporación Argentina Productora de Carne), que nucleaba a todos los frigoríficos, a la par que se congelaban los precios de los alimentos para el mercado interno.

Bameule, que escalaría en la Junta hasta convertirse en su vicepresidente, empezaba a confrontar. “Ese manejo paraestatal no iba mucho con la mentalidad de mi padre, que era más bien un self-made man que creía en la competencia, en el valor de asumir riesgos.” El que relata toda la historia con elocuencia y precisión es Luis Miguel Bameule, el hijo mayor de Luis Juan y Enriqueta Rademakers, hija de una española y un holandés que había sido trapecista de circo para terminar como corredor global de las balanzas y cortadoras de fiambre Berkel.

Bameule, finalmente, fue despedido de la Junta de Carnes en 1952 y poco después asumió la gestión contable y burocrática del Grupo Lamar, una compañía frigorífica que, aprovechando el brote de aftosa que había cerrado algunas fronteras para el comercio vacuno, hizo negocio embarcando barriles de carne de caballo salada a países como Japón, Francia y Estados Unidos.

Bameule andaba bien en Lamar, pero era un hombre con ambiciones. Un día les dijo a sus patrones, los señores Moché y Lowenstein, que quería convertirse en socio. Ellos le respondieron que la carne equina no tenía un gran futuro, que el caballo era casi una especie en extinción: estaba dejando de utilizarse como medio de transporte y en el campo era un gran depredador vegetal. No era negocio mantener criaderos (hoy Lamar, sorprendentemente, sigue faenando y exportando unos 200 mil caballos por año). Sin embargo, lo alentaron a que emprendiera algo propio: ellos lo apoyarían.

El momento coincidió con aquel viaje a Estados Unidos de Ernesto, el hijo inquieto de una de las familias propietarias, durante la primera edad de oro de la hamburguesa. Bameule aún no había cumplido los cuarenta, pero tenía el know how para liderar un negocio de esa clase. Don Moché, que era más veterano, determinó los porcentajes de la sociedad: Bameule y Ernesto tendrían el 40 por ciento cada uno y él se reservaría un 20, por si la ansiedad juvenil generaba alguna tormenta que ameritara su intervención. Así surgió QuickFood S.A., con un nombre que proyectaba los sueños de exportación del grupo. Era momento de empezar a picar carne.

En plena primavera desarrollista de Frondizi, los fundadores de QuickFood importaron unas máquinas picadoras precarias y alquilaron una pequeña planta en Santos Lugares, cerca de la General Paz, donde armaron una unidad mínima de despostado (el proceso de separar el músculo del hueso de la res). Pero faltaba lo más importante: la receta.

Lo primero que descubrieron las damas de la familia es que las hamburguesas norteamericanas tenían un alto porcentaje de grasa, probablemente debido a que las vacas allá eran alimentadas a grano, no a pasto, y eso les genera una grasa intramuscular imposible de disociar antes de pasarla por la picadora. Enriqueta fue probando en su cocina diversas fórmulas que testeaba con los menores del clan y otros pibes del barrio. Aquellos primeros patys, armados –igual que hoy– con los cortes menos nobles de los cuartos delanteros del animal, los que no se exportaban ni cotizaban en el mercado interno (la paleta, el cogote), contenían también un poco de sal, pimienta y un exaltador de sabor que por entonces llegaba desde Perú en barriles de plástico: el Ajinomoto, la marca japonesa histórica del glutamato monosódico, hoy convertido en bestia negra del naturismo alimentario (la ciencia aún no se pone de acuerdo sobre la capacidad del organismo de metabolizarlo correctamente).

“La primera diferencia entre un Paty y una hamburguesa americana es la textura”, dice Cecilia Pinedo, periodista gastronómica y chef del mesón paleo Como Sapiens, además de fanática obsesiva de las hamburguesas. “Con un solo bocado te das cuenta de que el Paty es un bloque liso, que se corta perfecto con los dientes y que se siente compacto en la boca, mientras que una americana se desgrana, se sienten las imperfecciones de la confección. El Paty siempre es igual: tiene gusto a algo similar a la carne, sabor a grasa, y por sobre todo sabe a plancha, o parrilla; si hacés un Paty en el horno tiene gusto a nada. Pero a la larga es un poco adictivo.”

Una vez definida la receta, que según afirman en QuickFood se mantiene idéntica hasta hoy (“Es como la fórmula de la Coca-Cola”, dice con orgullo Tomás Bameule, nieto de Luis Juan, hijo de Luis Miguel y gerente de la filial uruguaya de la compañía; el único Bameule que hoy sigue ligado a la marca), había que elegir el nombre. Los finalistas eran Paty y Wimpy, como la antigua cadena inglesa de fast food bautizada en honor al primo de Popeye adicto a las hamburguesas. Ganó Paty, y se presentó en público en la Rural de 1960, en el 150º aniversario de la Revolución de Mayo. Repartieron sánguches gratis a mansalva. El logo, la clásica vaquita roja, lo había dibujado Violeta, la secretaria de Bameule. Era una versión más tosca que la actual, tenía cuernos largos y líneas duras, pero nadie puede negar que fue un trabajo histórico. Por el diseño, Violeta se ganó un sueldo extra.

QuickFood contaba en esa primera etapa con ocho empleados, pero el pequeño Luis Miguel, que por entonces tenía doce años, ya formaba parte de la cuadrilla. “Metíamos las hamburguesas en bandejitas de cartón, revestidas con un baño de parafina para que la carne no se pegara. En el dorso venían impresas recetas”, recuerda él. “El producto no se congelaba, salía entre los 0 y 4 grados, y era una época en la que abundaban los cortes de luz, así que salíamos en unas estancieras aisladas con telgopor, entre las tres y las cinco de la mañana, para que no hubiera tránsito ni hiciera mucho calor, y las repartíamos en las fiambrerías. Tenían una vida útil de nueve días, siempre y cuando se mantuviera la cadena de frío. Era realmente una maniobra compleja.”

Si bien algunos comerciantes y amigos los miraron como si estuvieran locos (“Cómo vas a fabricar carne en Argentina, ¡es como hacer naranjas en Paraguay!”), Paty tuvo rápidamente una buena aceptación. Eran los años 60 y la mujer empezaba a integrarse con mayor normalidad al mundo del trabajo. Las hamburguesas elaboradas parecían una alternativa fácil y sabrosa para resolver una comida semanal.

“El producto fue muy bien recibido, pero no había caso: no agarraba volumen”, explica Luis, que a la mañana iba al secundario y a la tarde a la fábrica. Su padre mantenía el puesto en Lamar, porque QuickFood no sólo no daba dividendos, sino que además generaba pérdidas. Bameule recuerda conversaciones entre los socios: “Llevamos 100 mil dólares perdidos, esto es un disparate, nos vamos a quedar sin ahorros”. Decidieron jugarse una última ficha: hacer publicidad en televisión. Como tenían poca plata, optaron por una vía no tradicional. Contactaron a un personaje simpático que había conquistado al público infantil: el Capitán Piluso.

Alberto Olmedo, pionero reconocido del PNT nacional, hacía lo que fuera necesario para que las marcas invirtieran en su show de la tarde. Los clientes se los ganaba de a uno, así que un día Bameule le dijo a Enriqueta que llevara a los chicos a su oficina, que quería probar la efectividad de una posible inversión publicitaria. Caracterizado como Piluso, Olmedo empezó a chivear los patys frente a esa pequeña audiencia, hablando de las bondades de la vaca. Los nenes se divirtieron y la firma puso unos pesos en el programa. “En una semana, la demanda se triplicó”, cuenta Bameule. “Los chicos empezaron a pedir Paty, y así ganamos el mercado del hogar. A la vez, distribuíamos las cajas a granel para los bares y los restoranes berretas. Ahí la descubrieron los jubilados, los que andaban mal de los dientes y necesitaban una carne blanda. Los chicos y los jubilados fueron los que levantaron el negocio. Empezamos a repartir 70 u 80 mil hamburguesas diarias.”

Envalentonada, la sociedad compró un terreno baldío en Martínez y construyó la base de la fábrica que aún hoy sigue funcionando. Se inauguró en junio de 1963, el mismo día en que habilitaron un nuevo tramo de la Panamericana que casualmente llegaba hasta ahí. Hubo una ceremonia de apertura amenizada por Silvio Soldán.

En el 64, Ernesto Lowenstein –que una década después fundaría Pumper Nic junto a su hermano Alberto– le vendió su parte de QuickFood a Bameule, quien más tarde, con la salida de Moché, quedaría como único dueño. En los 70, con doscientos trabajadores en planta, la izquierda revolucionaria volanteaba en la puerta invitando a los obreros a que se sublevaran contra “la multinacional”. La raíz del malentendido era el nombre, así que por unos años pasaron a llamarse Alimentos Rápidos S.A.

Los Bameule y otros empresarios ganaderos les dieron la bienvenida a las políticas de comercio desregulado de la dictadura. Don Bameule manejaba el negocio a control remoto desde su oficina en Lamar, pero Luis Miguel, formado en administración de empresas, se hacía fuerte en la fábrica y cocinaba una revolución. QuickFood compró una planta abandonada en San Jorge, montó un frigorífico último modelo y, beneficiado con la Cuota Hilton, comenzó a faenar y exportar carne en cantidad, a la vez que abastecía el mercado interno y potenciaba los productos elaborados: a fines de los 70 importaron túneles de congelamiento y, ahora sí, los patys salían como tejos. Era un negocio tripartito perfecto, y los Bameule se convirtieron en jugadores protagónicos de la industria cárnica.

El éxtasis total llegó en 1986, el año de la felicidad argentina, cuando el director Carlos Sorín (que veinte años después rodaría Historias mínimas), a instancias de la agencia publicitaria Ortiz, Scopesi y Ratto, filmó el aviso en el que un chico perseguía románticamente a una morochita inolvidable de nombre Patricia. De pronto todo el país cantaba “Paty te quiero”.

Siguió una década de vacas gordas. QuickFood capitalizó la apertura de fronteras del menemismo y pagó el final de fiesta cuando los frigoríficos colapsaron a la par del modelo. “Es jodido cuando tenés que convencer a tu señora de que, para sostener la empresa, hay que dar tu casa como garantía a los bancos”, dice Luis Miguel hoy, aún joven a sus sesentipico, en las oficinas de su empresa de negocios agropecuarios.

A comienzos de los 2000, mientras su padre padecía los síntomas del Alzheimer (murió en 2001), Bameule se desprendió del 20% de QuickFood, colocando títulos en la Bolsa. Aprovechó los años de reactivación y después padeció las políticas intervencionistas del kirchnerismo, que él señala como la raíz de la pérdida de stock ganadero y la suba del precio de la hacienda. Al discutir a los gritos pelados con Guillermo Moreno, Bameule estaba reeditando, medio siglo después, la pelea que había enfrentado a su padre con el gobierno de Perón.

Incómodo con el contexto y tentado ante una buena oferta, en 2007 vendió la empresa a la firma Marfrig por más de 140 millones de dólares. Cinco años después, Marfrig la revendió a otro coloso brasilero: BRF. Hoy QuickFood es una compañía con mejores marcas que balances comerciales. Por más que el pueblo argentino se atragante de hamburguesas, lo que quieren los frigoríficos son los dólares de la venta internacional.

“En 2005 Argentina era el tercer país exportador de carne del mundo”, dice Bameule. “Hoy estamos en el puesto 11. Acaba de pasarnos Paraguay.”

Es difícil sintonizar con el espíritu romántico de la fundación de Paty en los pabellones gélidos de la fábrica, sonorizados por el estruendo de las máquinas y no por los compases del jingle más encantador de los 80, en medio de un vaho que mezcla materia grasa y soluciones desinfectantes. La leyenda de la receta de Doña Enriqueta también sucumbe ante el paisaje de un montón de carne cruda saliendo como espuma rosada a través de una boca de acero inoxidable, cayendo en una tolva, mezclándose con condimentos y químicos que le agregarán sabor, consistencia y durabilidad al producto. No hay margen para la sorpresa ni el espanto: no esperábamos ver a Tinker Bell esparciendo su polvillo de hadas.

Todo empieza en el matadero. Ciclo 1, la faena. Primero se “insensibiliza” a la vaca con un martillazo neumático que le agujerea el cráneo y le impacta en el cerebro. Se cuelga al animal vivo y se le corta la yugular hasta que se desangra. Es una operación que los matarifes de la planta de San Jorge ejecutan 600 veces al día, todos los días hábiles del año. Después viene el tiempo de oreo, 24 horas hasta que el cadáver pierde el rigor mortis y los músculos se ablandan.

“La faena es clave para la calidad de la carne”, dice Gabriel Cerolini, un tipo joven de lentes y modos amables a cargo del control de calidad. “Se ata el esófago y la culata del animal, para mantener el agua, la materia fecal y ese tipo de cosas en el tracto digestivo. El que hace el despanzado es casi un cirujano. Un error ahí puede arruinarte toda la carne.”

Ciclo 2, despostado y elaboración. Un frigorífico es un desarmadero, esa “fábrica de autos al revés” a la que alude Giordano en el comienzo de esta nota. Cada parte del cadáver tiene un destino comercial, desde los cortes premium hasta los tendones, pasando por el jugo bovino y los huesos. “Hasta el pito del toro se come en algunos países”, puntualiza Cerolini.

Vestidos con el mismo uniforme blanco que Giordano, caminamos por un pasadizo vidriado y metemos las botas en unos rodillos eléctricos desinfectantes. Los obreros alimentan la máquina de picado grueso con una tanda de “boneles”. Los boneles son cubos de 25 kilos de carne y grasa compactada. Algunos llegan enfriados y otros congelados, en la proporción justa para que, al mezclarse, se forme la masa madre de la hamburguesa. La proporción de grasa no debe superar el 20 por ciento y, según los responsables de QuickFood, Paty siempre está por debajo. La primera picadora escupe unos choricitos que pasan por un tornillo elevador, rumbo a la picadora fina. Ahí sí, entonces, sale la pasta cárnica final, lista para recibir sus dosis de aditivos: la sal, la pimienta sintética, el emulsionante, el estabilizante de color, el glutamato monosódico.

Las máquinas moldeadoras tienen dos líneas de seis cavidades, y los discos van saliendo a una temperatura de uno o dos grados bajo cero. Hay un operario que supervisa a ojo la prolijidad de los patys, que pasan a toda velocidad. En algunos casos termina de redondearlos con los dedos enguantados, y en otros directamente devuelve la porción de carne a la moldeadora para que siga participando.

La cinta transporta los medallones a una cámara de frío que trabaja a -48º para dejarlos a -12º. La temperatura correcta de una hamburguesa congelada. Después viene el proceso de envasado, primero de a pares en bolsitas de plástico transparente, y después a las cajitas comerciales, a razón de cien estuches por minuto. Al final, el producto viaja por un puente externo de frío hasta el edificio contiguo, donde se almacena a esperar un futuro de plancha y carbón, de colmillos afilados y dentaduras postizas, de comidas apuradas y digestiones lentas.

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Pablo Plotkin
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Written by Pablo Plotkin

Periodista, escritor, guionista. Exdirector de Rolling Stone Argentina. Autor de las novelas ‘Un futuro radiante’ y ‘Brasil del Sur’.

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