Menos solos en la intemperie
Por Pablo Plotkin
En algún momento del otoño, cuando el frío empezó a apretar en la pampa, Rosario Bléfari se armó una carpa sobre la cama. Era una forma práctica y económica de calefaccionarse por las noches, de tener su propio dosel, pero es difícil pensar en una imagen que hable tanto de ella, de su manera de habitar el mundo, de encontrar una forma artesanal y contraintuitiva de resolver un problema, de convertir la adversidad en belleza. “Duermo con la cabeza envuelta –escribió–, lo intenté con un gorro de lana, pero funciona mejor un pedazo de tejido que pertenecía a la manta que mi mamá hizo para cuando nací”. En esa pieza chica adonde fue a vivir el final de su vida, Rosario montó su último refugio de exploradora, su crisálida, y lo contó con esa luz natural que tocó todo lo que hizo.
La casa en cuestión es la vivienda social en Santa Rosa, La Pampa a la que se mudaron sus padres cuando Rosario tenía 19 y quedó sola en Buenos Aires. Ahí vive su papá, “un millennial de 88 años” fanático de los westerns y del tango que mira bailar por YouTube. Hace diez años, cuando enviudó, el hombre se dio el gusto de comprar un metegol en cuotas que ubicó en la sala. En diciembre, debilitada por el cáncer, Rosario se retiró a esa casa con la idea de “reducir el estrés al máximo”. El plan era viajar cada tanto a Capital para ver a Nina, su hija adolescente que estaba con su papá, el guitarrista Fabio Suárez, pero de pronto se desató la pandemia y fue imposible moverse de un lugar a otro. “Pasaron las semanas, los meses –escribió en su entrada del 29 de marzo–, y en el camino muchas veces pensé que este era el diario de la dispersión pero también el diario de mi salud debilitada, aunque no hiciera alusiones directas a ella, el diario de las despedidas, el diario de una mujer que responde a la obligación filial de hija única para salvarse a sí misma al mismo tiempo, el diario del amor, la maternidad y la amistad a distancia”.
Además de todo eso, el diario de la dispersión fue su último legado –o el penúltimo, ya que el sello Mansalva está a punto de lanzar El diario del dinero, que finalmente será póstumo–, el testamento anti-melodramático de una artista que indagó con ojos fascinados los misterios del mundo. “No se trata de hacer una ‘obra’, me considero aficionada siempre”, apuntó un par de semanas antes de morir. La foto que ilustra esos párrafos es también la última imagen que compartió en su cuenta de Instagram, recuperada en estos días como el rastro de algo que se transforma lenta e irremediablemente: un abrigo al otro lado de una cortina translúcida, el velo que difumina los contornos de lo que parece un cuello de pelo sintético, la luz que entra por la ventana que da al jardín. Es pictórica, desoladora y hermosa.
Sus últimos escritos pueden leerse como un adiós público, pero la finalidad es evidentemente más generosa. En un tiempo en que la idea de productividad y eficiencia neurotiza a medio mundo, Rosario comparte “un posible método propio de quehacer artístico, una forma de hacer las cosas que me interesan que consiste en abordarlas todas al mismo tiempo, empezando y abandonando, continuando, atendiendo, cruzando, avanzando y descartando, y también haciendo caso omiso de las fronteras que separan aquellos asuntos que tienen puerto asegurado (…) de los otros actos que son hijos de la dispersión liberada y que ya no se sabe si son artesanía, manualidad, decoración, entrenamiento, ejercicio, boceto, prueba o error”.
En esos amaneceres pampeanos de té con leche o mate cocido, Rosario busca señales de su naturaleza dispersa y las encuentra en el Diario de un libro de Alberto Girri (“Digresión. ¿Qué esperamos? ¿Ser dueños de nuestros proyectos, y de lo que hacemos, en lugar de que los proyectos solo sueñen en nosotros?”) y en el Diario de mi vida de la ucraniana María Bashkirtseff, que murió de tuberculosis a los 25 años. “Su diario –escribe Rosario– (es) un ejemplo de la manera en la que sí es posible, con mayor nobleza, quererlo todo. Sin desbarrancar”. En el caso de Bashkirtseff, la inminencia de la muerte “exacerba las ansias de ver, querer, probar, conocer, dejar algo más”.
Al menos hacia afuera, Rosario reguló esas ansias con la misma maestría con que manejó su carrera, saltando de un proyecto a otro con la serena convicción del aventurero, del que sabe que tiene todo por descubrir y está dispuesto a equivocarse siempre. En 2017, cuando se editó el libro de poemas en prosa Antes del río, Alan Pauls definió la esencia Bléfari en pocas líneas: “Le agradecemos, entre otras cosas, el descaro atento, la sutileza, la mezcla de vigor y delicadeza que tiñe todo lo que hace de una extrañeza única, como de recién llegada, de intrusa cortés, de invitada equivocada a una fiesta que sin ella, sin embargo, naufragaría en el peor de los tedios”.
Rosario Bléfari nació en 1965 en Mar del Plata. A los cinco años su familia se mudó a Bariloche, donde vivió hasta sus doce. De ese frío está hecha su primera memoria, la que que le dio cuerpo a una balada ruidista como “Saludos en la nieve” (del disco de Suárez Horrible, 1995), cargada de una belleza antártica y espectral, o a “Viento helado”, una de las grandes canciones de su etapa solista (Estaciones, 2004). Sus años iniciáticos en Buenos Aires son los del retorno de la democracia. Rosario truchaba su documento para entrar a la Lugones y merodeaba el Goethe para darle altura a su deseo de actuar. Ahí se cruzó con la directora alemana Jutta Brückner, que le mostró un camino de libertad y experimentación. En el 88 conoció a Fabio Suárez en una obra de Vivi Tellas y al poco tiempo armaron Suárez, banda que sintonizó, de manera más o menos consciente, la frecuencia global del shoegazing y la estética lo-fi. Pero Suárez era un grupo absolutamente único, que saturaba los bordes de la escena sónica, y Rosario era una cantante que solo podría haber aparecido acá, con esa mezcla de aridez y ternura, tan insular y tan universal, una voz cándida que pasaba del aullido asesino al susurro más dulce de un momento a otro. “No había amor, no había historias –escribió Romina Zanellato en estas horas sobre aquellas canciones–, eran retratos de infancia, del paso a la madurez, del camino de la pérdida de la inocencia”.
En una entrevista que hice con ella y Francisco Bochatón en el 2000, Rosario examinaba los escombros de la década que acababa de terminar: “A principios de los 90 todavía se creía en la competencia, porque todavía estaba la idea de que iban a sobrevivir sólo unos pocos triunfadores. Un exitismo que era un coletazo de la forma de pensar de los 80, gente que de pronto saltaba a la fama. Los 90 fueron distintos, hubo una diversidad súper rica, que desde los medios se la encaró como una decepción: ‘¡¿Dónde están los nuevos Soda Stereo?!’. Pero la historia va cambiando. Menos mal que las situaciones varían y nadie llega a ocupar el lugar de nadie. Era horrible sentir que lo que se contaba de la música eran decepciones, en lugar de entender que las cosas van cambiando naturalmente.”
Suárez duró hasta 2001 y alumbró un destino posible, lateral para el rock argentino, que se cristalizó en el nuevo siglo con el ascenso de bandas como Él Mató a Un Policía Motorizado o Las Ligas Menores. Para entonces ella ya era un ícono de la independencia. Su actuación en Silvia Prieto, la película de 1999 de Martín Rejtman, la había acercado a un mainstream alternativo, y su constancia productiva en estas décadas (sus discos solistas, el proyecto Sué Mon Mont, los libros de cuentos y poemas, las obras de teatro, sus talleres de composición de canciones) la hicieron crecer como una influencia minoritaria pero transversal. El día de su muerte, el periodista Lucas Garófalo lo dijo así: “Rosario transformó a mucha gente pero lo brutal es que lo hizo a través de mil proyectos distintos y en un período de tiempo larguísimo. ¿Cuál es el mejor momento de su carrera? No existe: toda su carrera es su mejor momento. Es inmensa (y a la vez invisible, siempre en la suya)”.
Aun desde ese borde en el que se movía con felicidad y conciencia de trabajo, Rosario sabía que su lenguaje primordial era el rock. En una entrevista con Martín Pérez de 2012, a propósito del lanzamiento del álbum eléctrico Privilegio, Rosario reivindicaba ese pantano en el que siempre fue una criatura extraña pero convencida de su pertinencia: “Para mí el rock nunca fue sexo, droga y rock’n’roll, sino una cultura propia, en la que circulan todas las otras artes. De una manera tal vez algo desmañada, el rock no hace gala de la cultura como museo. Sigue teniendo algo de despreciado y marginal, pero eso es lo que le sigue dando su libertad”.
Por ese filtro hizo circular todo su arte hasta el final, grabando, escribiendo y proyectando como si cada día fuera el primero y el último, abrazando la dispersión como método y buscando nuevas preguntas en los sonidos y las palabras de otros. En los últimos meses, la figura de Olga Orozco –pampeana oriunda de Toay– se le aparecía una y otra vez. En el centenario de su nacimiento, Rosario tenía el plan de grabar versiones musicales de los Cantos a Berenice. No iba a ser fácil. “Soy mi propia Secretaría de Cultura y no hay suficiente presupuesto –decía–. Tengo que inventar algo también en ese rubro, el de producción. Quiero hacer ese disco, no me importa nada”.
No llegó a grabarlo. Quedan versiones en vivo dispersas y las palabras que Rosario citó en su diario a comienzos de marzo. Es un fragmento del discurso de 1980 de Orozco al aceptar el Premio del Fondo Nacional de las Artes, en el que se pregunta por el sentido de la poesía, ese “oráculo ciego”, ese “guía inválido”. “Diremos que ayuda a las grandes catarsis, a mirar juntos el fondo de la noche –dice Orozco–, a vislumbrar la unidad en un mundo fragmentado por la separación y el aislamiento, a denunciar apariencias y artificios, a saber que no estamos solos en nuestros extrañamientos e intemperies…”.
Eso hizo Rosario. Nos ayudó a saber que no estamos solos.
- Texto publicado originalmente en La Agenda, 8 de julio de 2020.