Leche condensada, un cuento de Stuart Dybek
Hoy estuve tomando café instantáneo con leche condensada mientras miraba caer la nieve. No es que me guste tanto ese sabor en particular, pero me gusta cómo la leche condensada forma espirales en el café. En realidad, lo que más me gusta de la leche condensada es lo que el abridor hace con la lata. La lata es inconfundible, compacta, como sin junturas, su forma misma sugiere que podría servir para evaporar leche sin problemas. El abrelatas muerde limpiamente el borde y el líquido espeso se derrama desde la perforación triangular con un aspecto y una viscosidad diferentes. La leche condensada no es leche de verdad. El color no corresponde, para empezar. Hay algo en ella como perteneciente al pasado, como marfil antiguo. Mi abuela siempre se la ponía al café. Cuando iban amigos de visita y se instalaban alrededor de la mesa de la cocina mi abuela les preguntaba: «¿Se lo sirven con crema y azúcar?». La leche condensada era la crema.
Había una radio de plástico amarillento en su cocina, por lo general sintonizada en la estación de polkas, aunque a veces se pasaba medio punto del dial y sonaba la radio griega, o hasta la hispana o la ucraniana. En Chicago, donde vivíamos, todos los estados incompatibles de Europa quedaban amontonados en el extremo derecho del dial, el de la estática. Mientras no escuchara hablar en inglés, ella parecía no darse cuenta. La radio, a bajo volumen, estaba encendida todo el tiempo; la parte de arriba se había deformado y el lado donde estaban los tubos se había teñido de un color ámbar. Me acuerdo de su sonido en las tardes de invierno después del colegio, sentado a esa mesa mientras observaba las espirales y nubes de la leche en el café caliente, y me acuerdo de mirar por la ventana y darme cuenta de que el cielo hacía lo mismo encima del depósito de trenes que quedaba al otro lado de la calle.
Y me acuerdo, mucho después, de ver el mismo cielo en espiral dentro de mínimos vasitos de licor que contenían un trago llamado Rey Alfonso: la crema de cacao que subía como humo en sucesivas explosiones y florecía en nubes caleidoscópicas a través de la capa de crema espesa. Esto era en el Pilsen, un pequeño restorán checo donde a veces mi novia Kate y yo íbamos después del trabajo. Los dos habíamos salido de la universidad ese año y nos habíamos asombrado mutuamente al encontrar empleos de verdad; nada de trabajar en restaurantes o gasolineras, como en nuestros años de estudiantes. Yo me dedicaba a cotejar referencias de crédito en un banco y ella tenía un cargo un poco más arriba del rango de dactilógrafa en Hornblower & Weeks, la firma de inversiones. Mi banco nos entrenaba con películas que enfatizaban la importancia de la vestimenta apropiada, de mantener una apariencia cuidada y pulcra, incluso para empleados como yo que trabajaban en la central telefónica del sótano. Su firma emitía memorándums acerca de la ropa adecuada; las faldas, por ejemplo, tenían que cubrir las rodillas. Ella tenía unas rodillas espléndidas.
Kate y yo a veces nos juntábamos en el Pilsen después del trabajo, vestidos con ropa formal de trabajo y todavía con la sensación de sentirnos avergonzados y glamorosos al mismo tiempo, como si fuéramos impostores disfrazados. El lugar tenía unas mesitas circulares de roble; nos ubicábamos en un rincón, debajo de una pintura titulada «Músicos callejeros de Praga». Allí nos poníamos a intercambiar planes para el futuro como si se tratara de rutas de escape. Ella hablaba de irse a estudiar un posgrado a Europa, yo quería postular a los Cuerpos de Paz. Nuestros planes para el futuro nos hacían reír y sentirnos cercanos, pero esos mismos planes de algún modo hacían imposible que hubiera algo permanente entre nosotros. Fue la primera vez en mi vida que tuve la sensación de extrañar a alguien que estaba todavía ahí conmigo.
Los mozos del Pilsen llevaban chaquetas negras y largos delantales blancos. Eran viejos de la Vieja Europa. Íbamos a comer ahí con la frecuencia suficiente como para que, después de un tiempo, nos atendiera nuestro camarero propio, Rudi. Él nos sacaba las espinas de la trucha y nos aliñaba la ensalada, y al terminar la cena llegaba con la botella de crema de cacao del bar, con dos vasitos y una jarrita de crema, y nos hacía un Rey Alfonso ahí mismo en la mesa. Lo mirábamos llenar los vasos hasta la mitad con el licor viscoso color café, para luego cuidadosamente hacer flotar sobre él una capa de crema. Si no le resultaba que la crema flotara, ese trago nos salía gratis.
— A propósito, ¿quién era el Rey Alfonso, Rudi? — le preguntaba yo a veces para desconcentrarlo, y si eso no resultaba movía la mesa con el pie para sacudir imperceptiblemente el vaso justo en el momento en que vertía la crema. Por lo general nos salía gratis uno de los dos tragos. Rudi sabía exactamente lo que estaba pasando. En realidad, servirnos los Rey Alfonsos había sido idea suya, y él también había sugerido el truco de mover la mesa. Creo que le complacía todo eso, aunque parecía preocuparse por la forma en que yo fijaba la vista en el vaso de licor para observar bien las formas que tomaba el líquido.
— No es un microscopio — decía — . Toma.
Le caíamos bien y le dábamos propina extra. Se sentía bien estar en ese lugar y poder pagarnos una comida.
Kate y yo nos juntamos en el Pilsen el día que cumplí veintidós años. Era mayo y hacía más calor que de costumbre. Me había soltado la corbata. Sin siquiera mirar el menú de la cena, pedimos una botella de champaña y una docena de ostras cada uno. Rudi hizo un comentario pícaro cuando nos trajo las ostras en el hielo picado. Estaban recién abiertas y olían a mar fresco. Yo sabía de los chistes que decían que las ostras eran afrodisíacas pero nunca lo consideré más que un mito, el tipo de idea que todavía circulaba en la vieja Europa.
Estrujamos limones, agregamos un poco de salsa de rábano picante, nos deslizamos las ostras en la boca y después enjuagamos las conchas con champaña y nos tomamos ese jugo salado y frío. Había una pareja entrada en carnes comiendo chuletas en la mesa contigua, y nos miraron con la repugnancia que la gente del Medio Oeste reserva para quien coma ostras en público. Nos reímos y nos dedicamos a consumir con cierta ostentación. Yo ya me sentía medio mareado de tomar tan rápido y me empezaba a surgir una energía eufórica y anhelante. Kate levantó una ostra llena y ofreció un brindis:
— ¡A los Cuerpos de Paz!
— ¡A Europa! — contesté, e hicimos chocar las ostras.
Tocó mi copa de vino con la suya, susurró: «Feliz cumpleaños», y de repente se inclinó sobre la mesa y me besó.
Cuando se volvió a acomodar en su asiento, estaba sonrojada. Capté el reflejo de su cara en el vidrio que cubría «Los músicos callejeros de Praga» encima de nuestra mesa. Siempre me encantó verla en espejos y ventanas. Los reflejos de su belleza siempre me sobrecogían. Le dije eso una vez y ella pareció defenderse del piropo diciendo «eso es porque aprendiste qué buscar», como si fuera un secreto con el que yo había tropezado por casualidad. Pero esta vez, ver su reflejo flotando como un fantasma sobre una Praga imaginaria fue como ver un futuro del cual ella había desaparecido. Sabía que nunca iba a encontrar a nadie que me pareciera tan bella.
Matamos el champaña y nos quedamos con los dedos entrelazados sobre la mesa. Yo estaba transpirando. Podía sentir a través de su falda la tibieza que emanaba de ella bajo la mesa y le toqué la pierna. Todavía no habíamos pedido nada para cenar. Dejé dinero sobre la mesa y nos guiamos el uno al otro hacia la salida con pasos vacilantes.
— Rudi va a entender — dije.
La calle tenía un brillo cegador. El sol rojizo se inclinaba por encima de los bordes de los edificios más altos. Me saqué la chaqueta y me la colgué por encima del hombro. Nos detuvimos a la entrada de una tienda para besarnos.
— Vamos a alguna parte — dijo.
Mi casa estaba más cerca, pero a esa hora ya habría llegado mi compañero de alquiler. Kate vivía hacia el norte, en Evanston. Parecía muy, muy lejos.
Cortamos por una calle lateral, pasando por una bomba de incendios, hacia un parquecito, pero la reja estaba con candado. Me apreté contra ella, apoyada en la alta reja de hierro. Se sentía el olor de un arbusto de lilas al otro lado de la reja, pero cuando salté para agarrar una rama que colgaba por encima, la manga de mi camisa se enganchó en una punta de la reja y se rasgó, y nos llovieron pétalos cuando tuve que soltar la rama.
Caminamos hacia el metro. Se estaba terminando la hora pico; seguramente nos subimos al último expreso a Evanston. Una vez que el tren saliera del túnel hacia los rieles en altura, ya no iba a parar hasta la estación terminal, en Howard. No había asientos para los dos, así que nos quedamos sacudiéndonos en la parte delantera del vagón, justo al lado de la cabina vacía del conductor. Nos metimos por la puerta angosta y cerré el pestillo.
El tren se meneaba y daba tumbos en su estrépito rumbo al norte. Nos besábamos, tratando de tomar el ritmo de los vagones con los cuerpos. El sol teñía de bronce las ventanas a nuestro lado del tren. Le levanté la falda por encima de las rodillas, la subí más arriba para que el sol iluminara sus muslos, y la arremoliné alrededor de su cintura. Ella no dejaba de besarme y movía las caderas para apretarnos con cada sacudida del tren.
Íbamos pasando a toda velocidad por paredes de ladrillos chamuscados, ventanales grises, terrazas traseras delineadas por el sol, techos y copas de árboles: el paisaje del tren elevado aprendido después de una vida entera de hacer ese trayecto; el cartel en forma de pie del podólogo Fullerton, los banderines luminosos del estadio Wrigley Field, en Addison, antiguos hoteles con carteles de «Bienvenidos, temporeros» en sus descascarados muros traseros, el viejo cementerio justo antes de Wilson Avenue. Sin tener que mirar sabía exactamente dónde estábamos. Dentro de la cabina, el sonido de nuestra respiración acelerada se sentía más fuerte que el estrépito de los rieles. Yo trataba de ir más lento, para que todo se prolongara más, y cuando ella me tapó la boca con su mano volví la cara hacia la ventana y miré hacia afuera.
El tren iba bajando un poco de su velocidad de expreso, como hacía cada vez que pasaba por una estación local. Pude ver las caras borrosas que nos miraban pasar en el largo andén de madera: hombres de negocios levantando la mirada de sus diarios doblados, mujeres aferradas a sus carteras y sus bolsas. Podía ver la expresión en cada rostro, momentáneamente detenida, al mirarnos pasar como una exhalación. Un chico de colegio, en mangas de camisa — de unos dieciséis años, con unos libros debajo del brazo y un cigarrillo en la boca — nos pudo ver, y en el instante antes de desaparecer nos sonrió y levantó un brazo para saludarnos. Luego ya no estaba, y dejé de mirar por la ventana y me volví hacia Kate, olvidándome de todo — las estaciones por las que pasábamos, el cielo brillante del crepúsculo, hasta de la sensación de extrañarla — , pero ese saludo detenido se quedó conmigo. Era como si yo hubiera estado de pie en ese andén, con mis libros y un cigarro, una de esas tardes acumuladas infinitamente de después del colegio cuando me paraba casi fuera del tiempo simplemente esperando el tren y pensando en lo mucho que me hubiera gustado ver a alguien como nosotros fluyendo así en torrente.