La mañana del robot *

Pablo Plotkin
19 min readJul 16, 2020

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El olor a cable quemado se le metió en sueños y lo llevó de vuelta a la piecita del City Orleans. Un cubo oscuro que se ponía fosforescente cada vez que la estufa eléctrica daba el periódico cloc y los tubitos viraban a un naranja solar. Entonces Erman podía ver lo que lo rodeaba y verificar que las cosas en su vida no habían salido según lo planeado. Una silla chueca como único ropero, una valija destripada, manuales de mecánica fina y paquetes vacíos de galletitas surtidas.

Necesitaba un robot. Pero el contrabandista peruano (“importador”, se corrigió para sus adentros) que se lo había prometido era imprevisible: podía estar cosechando repollos en la ribera baldía de Costanera Sur, desayunando hamburguesas con queso en la cafetería de alguna YPF o bailando huaynos en el tugurio de la calle Moreno.

Erman trató de estirar el campo magnético del sueño y hundirse en las partes mullidas del colchón, las que todavía no llegaban a licuarse entre los listones de la cama. Hacía frío y era demasiado temprano para un hombre sin empleo. Flotó durante algunos minutos en esa zona difusa del entendimiento, una semi-vigilia blanda, pero incluso ese estado, para él, había dejado de ser un espacio de confort. Los signos de malestar se entrometían a cada rato. Se había tomado dos fernet en el bingo y, al bostezar, una especie de marea agridulce y espumosa le subió desde la boca del estómago.

Se levantó de a poco, aplazando el momento de tocar el piso helado. Se puso las medias y los pantalones y se acercó a la ventana. Se colaban hilos de un resplandor gris. La persiana estaba torcida y era riesgoso bajarla antes de ir a dormir, porque muchas veces el rollo se atascaba y era imposible remontarla. Pero esta vez la correa cedió dócilmente y Erman tuvo que parpadear unas cuantas veces hasta acostumbrar la vista a ese principio de claridad. La ciudad ya se había puesto en marcha y apenas terminaba de amanecer: una luz turbia flotaba sobre el mausoleo de Rivadavia, una especie de halo de plomo. Envuelta en una frazada, la gorda Fanny asaba chorizos verdosos y descuartizaba una paloma sobre una parrilla montada a veinte centímetros del suelo. Tres o cuatro albañiles se arrimaban para hacerse de la vianda de media mañana. Los colectivos tronaban por las calles perimetrales.

Había vendedores de chipá y oficinistas soñolientos. Peones de matarife que descargaban reses de camiones frigoríficos. Dominicanas imponentes taconeando de vuelta a las pensiones. Predicadores que voceaban apocalipsis ultragalácticos. Pungas escurridizos, inspectores truchos, mucamas, curas, promotoras. Todos bullían en el espeso caldo de Plaza Miserere, en ese prodigio anómalo de vértigo y armonía.

Erman tomó un par de vasos de agua de la canilla, se cepilló los dientes, se calzó los guantes y bajó las escaleras soplando vapor. Esquivó el tráfico hasta la plaza. Los autos ya habían apagado las luces, pero un par de faroles municipales proyectaban un brillo tardío y aguachento sobre el asfalto.

Si hubiera tenido que hacer una selección trágica del último mes, Erman habría destacado tres hitos dispares pero complementarios en la tarea de devastarle el ánimo: el solitario entierro de su padre en Quilmes, el momento en que el laboratorio rechazó su prototipo de un nuevo vaporizador, y el minuto y medio durante el cual su ex mujer le dijo cuatro veces pelotudo delante de Caleb.

Finalmente había asumido su existencia como una derrota completa, y desde esa asunción, por algún motivo, comenzó a captar con mayor minucia e intensidad las pequeñas señales de euforia que le daba el mundo. Le gustaban los cachetazos de viento frío, le gustaba meterse en los vestuarios de algún complejo de fútbol 5 para darse una ducha caliente a mitad de la tarde y atender la evolución cromática de la flora callejera. Se había vuelto un detallista. Clasificaba los sonidos de los comercios según el rubro y la etnia propietaria. Juntos componían una sinfonía rota y atrapante, una comedia musical desencajada.

Y estaban los humos. Tóxico de caño de escape, acre de boca de subte, tostado de cafetero. La parrillada crota de Fanny, por ejemplo, expelía un humito lechoso y olía asombrosamente bien, una mezcla de paty de cancha y piña braseada. Cuando se acercó a saludarla, el sebo de los chorizos burbujeaba bajo las membranas y algunos menudos se asaban a buen ritmo.

–Qué pinta tiene eso, Fanny.

–Tiene, ¿no?

La gorda sonrió con los pocos dientes que le quedaban y untó un pedazo de pan con alguna clase de paté oscuro.

–¿Una tostadita de hígado, alemán?

–No, gracias, estoy revuelto.

–Siempre tenés un no a mano vos, eh. Siempre apuradito al pedo. A ver cuándo me invitás a pasar la noche a tu pieza por lo menos.

–Algún día de estos.

–Mirá que te la gasto, Erman… Te van a tener que juntar con cucharita.

–Ya lo sé. ¿No lo viste al Inca, gorda?

–Pasó hace un rato, se iba para el aguantadero peruca de Larrea. Ojo con lo que vas a comprar.

–Descuidá, te veo en un rato. Reservame un chori para el almuerzo.

–Uy, va a llover. ¿Mariposa o entero?

–Manejalo.

Erman declinó la oferta redentora del pastor Policarpio (cada mañana, el predicador le daba los buenos días a través del megáfono y le berreaba algún versículo aleccionador; esta vez mezcló pasajes del Juicio Final con una referencia al “colapso de Júpiter”). Aturdido, Erman volvió a cruzar Pueyrredón. Dibujó mentalmente el itinerario que tenía hasta el cotorro del Inca, donde se procuraría el robot, y después calculó las pocas cuadras que lo separaban del departamento de Caleb, en la desencantada frontera con Barrio Norte.

Caleb era un borrego tan lindo y candoroso que a Erman le daban ganas de llorar cada vez que lo veía. No podía creer que él lo hubiera engendrado. Aunque ciertamente era igualito a su madre: morocho, morrudo, ojos verde marino. Una belleza casi mítica. Lo insólito es que su concepción había sido un accidente. Erman conoció a la madre de Caleb durante sus años de exploración religiosa, en un campamento montado al pie de un cerro saturado de cuarzo. Se hablaba de avistajes y meditación, se comían quinotos y lombrices vivas, se acumulaba roña y calentura. Al cabo de un doloroso mes de abstinencia colectiva, abigarrado de fantasías secas y caricias reguladas por un dudoso gurú tántrico, los cuerpos de Erman y Dora se derritieron en un orgasmo cósmico y lógicamente fértil. Nunca se amaron ni respetaron. Dora era la hija extraviada de una buena familia sefaradí y Erman no era nada. Dora se hizo hippie. Fumaba cantidades ingentes de porro pero nunca atenuaba su alerta autoritaria respecto del hijo que esperaban. Echó a Erman a la semana de haberse mudado y, en el sexto mes de embarazo, así como así, se puso de novia con un siome que correteaba relojes en la calle Libertad. Erman era legalmente el padre pero merodeaba la vida de su hijo como un intruso. Hasta se lo habían rebautizado: desde el comienzo habían acordado llamarlo Caleb, pero Dora, en su galopante proceso secular, resolvió ponerle Claudio, y le enrostraba el DNI cada vez que Erman lo llamaba por su nombre prenatal.

–¡Es Claudio, bobo! Mirá, ¿sabés leer?

Erman había conseguido mantener el amor por su hijo a salvo de todo eso. Eran alegrías esporádicas pero profundas, y le hacían sobrevivir: cada vez que lograba sacar a Caleb de su casa, llevarlo a dar un paseo y, eventualmente, despertarse a la mañana con él –tenderle una bolsa de dormir en su pieza y contarle historias de indios a la luz incandescente de la estufita– se olvidaba del mundo y del poco sentido que le encontraba a sus fracasos.

Por eso aquella mañana se escurría por la marejada de Once con una ansiedad cosquilleante, palpitando el momento de verlo. Se fascinaba ante el relampagueo láser de las baratijas de los locales de importación y silbaba las insoportables melodías de los despertadores taiwaneses alineados en los tablones de los vendedores ambulantes. Saludaba con un ademán a los judíos que recibían ceñudamente los pedidos a las puertas de sus marroquinerías y emporios textiles, apurando a los fleteros parados en doble fila mientras indicaban el lugar exacto en donde descargar las cajas. Ahí no que me interrumpís el paso, nene. Eran mercaderes de la diáspora pertrechados con movicom, mezuzá y chequeras del Banco Mayo.

Los coreanos no se quedaban atrás: usaban camisas genéricas del Lejano Oriente, fumaban tabaco de menta y peinaban con raya al costado; concertaban en familia la irremediable eficiencia de sus negocios. Una pasión fría gobernaba el rédito, el manejo mental de las planillas de saldos y las retenciones de aduana. Eran samurangs del bajo costo.

Erman, que como toda fortuna tenía treinta y dos pesos en el bolsillo, sentía una gran admiración por ese flujo misterioso que organizaba la rentabilidad del Once. Había algo sobrenatural en el concierto del barrio, en el hecho de que todo siguiera en pie y que los temperamentos huraños encontraran su equilibrio particular en el lenguaje del consumo. Mientras llegaba a Corrientes y Larrea, un viejo harapiento se encorvó a su paso y le pidió una moneda para un sánguche.

–No tengo, hermano.

–Hermano las pelotas –escupió el mendigo.

Erman dobló la esquina con el ánimo levemente trastocado, cruzó Lavalle y se detuvo frente a la casa chorizo donde operaba el Inca. El portero del edificio de al lado manipulaba una franela y lo examinó sin ningún disimulo. Tocó el timbre de la unidad del fondo y se inclinó para entrever por el agujero de la puerta de latón si alguien salía a recibirlo. Al cabo de un par de minutos, un flaco estrábico en camiseta apareció tiritando y echándose aliento en las palmas. Le preguntó a quién buscaba.

–Al Inca.

–¿El Inca?

–Sí, el importador.

–El Inca Importador…

–Ese mismo.

El flaco dio media vuelta y pegó el grito:

–¡Adrieeeeeeel!

Por la puerta del fondo asomó el Inca Adriel, que hizo un ademán invitándolo a pasar.

El pasillo se caía a pedazos, pero el aguantadero era un departamento bastante pulcro y bien equipado. Había demasiada gente y varias máquinas ruidosas funcionando al unísono. El llanto de un bebé le daba un toque orgánico al batifondo.

El anfitrión lo guió a través de un par de ambientes donde se apilaban cajas, bolsas de semillas y rollos de goma eva fajados en cintas estampadas con ideogramas. Llegaron a un depósito en penumbras y el Inca se metió en un claro que se abría en medio de una muralla de encomiendas. Revolvió algunas cosas y sacó un paquete azul metalizado en el que se erguía, espectacular, el robot que tenía reservado para Caleb.

Entrecerrando un ojo por el humo del pucho que se acortaba entre sus labios, el importador maniobró el packaging con criterio y dejó el robot a la intemperie. Un silbido seductor, una especie de shif, musicalizó la apertura. Era un chiche de una belleza poco frecuente: la coraza gris, los puños y las botas cromados, un escudo ninja dorándole el pecho y una carga de misiles a la altura de los omóplatos. Tenía unos cuantos detalles de diseño. Parecía de un plástico bastante sólido.

–Es perfecto –dijo Erman.

–Ha visto, mi señor.

–Veinte pesos habíamos quedado, ¿no?

–Veinticinco.

–Habíamos quedado veinte…

–Ya lo sé, pero al final me llegó esta partida y, como habrás de ver, es otra calidad. Esto no es un simple juguete, mi señor, es una máquina. Sabiduría china y tecnología de punta. Fíjate en esto.

El Inca presionó un botón en la parte trasera del artefacto, ahí donde iría el culo, y los ojos de acrílico centellearon y bañaron el ambiente de rojo. El efecto fue acompañado de un zumbido eléctrico, como el rumor de una colmena androide, y de un lento vaivén de los brazos del robot. Luego el peruano activó una palanquita lateral y los misiles amagaron salir disparados con un chasquido, pero estaban encastrados y sólo generaban una ilusión de ataque. Bastante convincente, por cierto.

El Inca retiró las pilas que le había insertado al comienzo de la demostración y se las guardó en el bolsillo.

Erman se estaba quedando seco, pero esa cosa valía la pena. Se imaginó la cara de felicidad de Caleb y desembolsó los dos belgranos y un san martín. Eran las nueve y veinte de la mañana y tenía un poco de hambre.

Le quedaban siete pesos, y todavía tenía que comprar las pilas. Pensó que podía conseguir un cortado y una medialuna de grasa por dos pesos y monedas y quedarse con un resto para pasar la mañana. Le había encargado un choripán a Fanny, pero en cualquier caso podía cancelarlo. En Tucumán dobló a la derecha. Estaba a apenas tres cuadras de la casa de su hijo y esa cercanía le propició un temblor en las rodillas y una taquicardia benigna. Temió que fuera demasiado temprano. Un desayuno le venía justo para matar el tiempo.

Al llegar a Pasteur se encontró con una oferta de tres bares: El Viejo Henry, en la esquina, parecía una opción segura. Había uno recién inaugurado –el Catriel, donde unos operarios instalaban un teléfono público– y otro de nombre Caoba, una pequeña confitería atendida por meseras maquilladas y de tetas grandes. Entró en este último y se sentó junto a la ventana. Una chica de blusa blanca y moño bordó le tomó el pedido y le entregó el diario. No era un gran consumidor de noticias. Leyó solamente la tapa: Brasil ganó el Mundial por penales, israelíes y palestinos chocan en Gaza, comienza la veda de tránsito en el macrocentro y un fragmento del cometa Shoemaker-Levy 9 se desintegra tras ser atraído por la fuerza de gravedad de Júpiter. Una foto cedida por la NASA documentaba la colisión: una mancha blanca contra la sombría atmósfera del planeta.

Erman recordó que el pastor Policarpio había comentado algo al respecto en su atronador salmo matutino. Trataba de entender los fundamentos astronómicos del incidente cuando la mesera le dejó el cortado en vaso y una medialuna desgajada. Le echó azúcar al café y sumergió la punta crocante de la factura hasta casi desintegrarla. Masticó y tragó con voracidad. Consultó el reloj de pared. Faltaban nueve minutos para las diez.

Afuera la gente corría del frío. Las balizas de una furgoneta de Sacaan guiñaban en doble fila. El veterano que estaba al volante descargó algunas cajas en una galletitería. El acompañante, que parecía ser su hijo, fue hasta el quiosco de la esquina. Erman evocó los bigotes y la pelada del padrino de la panificación, su sonrisa ladina en el epílogo de una publicidad anacrónica.

Yo, Carlos Sacaan, lo garantizo.

Detrás del camioncito había un Renault 20, a pocos metros un volquete con escombros y un barrendero de Manliba que peinaba con parsimonia las bocas de tormenta. Un comerciante se bajó de un auto para intercambiar paquetes en un local de bagatelas importadas que se despachaban a un promedio de dos pesos. Por lo demás, Erman notó que había dejado atrás el hormigueo medular de Once. Un tempo casi suburbano dominaba la cuadra. Por el balcón de un primer piso se asomaba una señora abrigada de entrecasa; un deshabillé con arabescos le embutía las carnes violáceas. El tránsito parecía suspendido en una especie de limbo. No circulaban autos. Un patrullero vacío dormía contra el cordón.

Erman dejó treinta centavos de propina y, con el robot a upa, se abotonó la campera para volver a la calle.

Al salir ya no sintió frío. Un viento eléctrico lo zarandeó como a una mariposa y quedó aleteando en una especie de nube púrpura. Una nube densa que viró a rosa y luego a blanco y finalmente se deshizo en un remolino de hollín. Hubo una turbulencia, una descarga abrasiva y una bolsa de truenos vaciándose en su cabeza. Al cabo de unos segundos el paisaje se recompuso, pero lo único que vio Erman fueron las baldosas acanaladas de la vereda, el acero doblado de una tapa de alcantarilla y una cascada de cenizas que se le vino encima en ralenti. Cuando ese velo oscuro se corrió, la fachada del edificio de enfrente se derramó en un alud de piedras y vidrios y metales y papeles. Todo decantaba a su tiempo, sin apuro. Entonces escuchó una serie de gritos, la alarma de un coche y después hubo silencio, como si lo hubieran envasado al vacío.

Intentó pararse, pero algo muy filoso se le clavaba en la palma derecha cada vez que se apoyaba para hacer fuerza. No sabía cómo resolver ese intríngulis. Un charco de sangre se diseminaba a su alrededor, pero supuso que era de otro, tal vez de algún animal degollado o de un tiroteo nocturno. Se culpó por circular en una zona de demoliciones. Cuánta imprudencia, por Dios.

Seguía lloviendo polvo y campeaba la estela tornasolada del primer fulgor. Logró ponerse de pie. Caminó entre la neblina y tosió unas cuantas veces. Apestaba a amoníaco. Se topó con una mujer que lo agarró de una manga y movía la boca, desencajada. Una varilla blanca, algún tipo de antena ósea, le brotaba de la piel rasgada del antebrazo. Parecía una zombi.

Tenía que salir de ese lugar. Había algo que le molestaba en la nuca. Con los dedos índice y mayor palpó un pequeño rectángulo metálico que se le había incrustado en el músculo, cerca de la base del cráneo, un implante biónico del tamaño de un beldent. Pensó en extirpárselo en el acto, pero por alguna razón creyó que eso siempre había estado ahí y que su desconexión implicaba un peligro. Dio algunos pasos temblorosos y descansó en el esqueleto de un coche carbonizado. Su campera se prendió fuego, de modo que se la sacó y la tendió prolijamente en el pavimento. No escuchaba casi nada. Sólo un zumbido abombado, una estática, o más bien algo similar al hormigueo galvánico que profería su robot chino. Pensó en el juguete como en una posesión eterna, algo que lo había acompañado toda la vida. Dónde estará ahora, se preguntó. Recordó que lo llevaba consigo cuando ocurrió la explosión, pero se tranquilizó suponiendo que el robotito podía volver solo a casa. El esbozo de una sonrisa le arqueó las comisuras.

Respiró hondo y trató de dar algunos pasos más. Había bastante revuelo. Un gordo de buzo rojo levantaba de los sobacos a un herido, tal vez el conductor del Renault. La mujer del balcón se metió en su departamento a los gritos. Un par de personas yacían en el suelo, personas de diferentes edades y aspectos, y Erman pensó en lo mal que funcionaba a veces el sistema de señalización.

Un tipo le sacó una foto y él levantó una mano, como saludándolo. Ahora estaba mareado en serio. Vio un brazo asomando de un cúmulo de piedras, vio un perro tieso bañado en sangre y a un chico destrozado con los ojos abiertos al cielo. Todo eso se le presentó como una sucesión de flashes de un espaciotiempo que no le competía. Lo que necesitaba era caminar. Pero le dolía el cuerpo y las piernas le pesaban como un par de bolsas de arena. Se abrió paso entre los escombros y esquivó un tumulto que se había formado a la altura de la imprenta. Siguió en dirección a Viamonte, molesto por el bramido y el calor que le entumecía los músculos. Dobló a la izquierda, sin considerar rumbo específico. Todo se difuminaba. Podía fijar la vista en las cosas que estaban a cierta distancia, pero a medida que se acercaba perdían nitidez.

Un perro descontrolado le saltó encima. Tenía los ojos en blanco y la boca llena de espumarajos. Erman lo alejó con una patada. Había manchas y caras diluidas flotando en una bruma radiante, pasando a gran velocidad. Comenzó a captar algunas voces en segundo plano; alguien le preguntó si había estado en la explosión. Erman se alejó trastabillando y después corrió unos cincuenta metros en zigzag. Quedó agotado y trató de recuperar el resuello.

Volvió a tantear la plaqueta metálica. Seguía ahí, pero ahora estaba cubierta de una pátina untuosa. Un líquido caliente le drenaba por debajo de la ropa hasta tocar el huesito dulce. Los párpados y la boca llenos de polvo, como revocados. Notó que la gente por lo general lo ignoraba, lo cual le provocó un cierto alivio. ¿Tendría que explicar algo sobre el incidente? ¿Había cometido un error?

Cuando las ráfagas de calor internas remitieron, empezó a tener frío. Trotó aparatosamente a lo largo de varias cuadras. Se cruzó con sirenas y hombres uniformados. No sabía si estaba cerrando el circuito que había inaugurado en algún momento de la mañana o si derivaba a un barrio remoto y desconocido. Llegó a una calle mansa, ajena al fragor en el que había quedado atrapado antes. Se sentó a descansar en el zaguán de un viejo PH. Empezó a cabecear y cerró los ojos. Un pequeño apagón. Tal vez fue menos de un minuto, pero al despertar una anciana le estaba estrujando un hombro. Tenía aliento a caldo de gallina.

–Roberto, Roberto…

–Me llamo Erman –susurró él, un poco para autoconvencerse.

–Roberto… –volvió a decir la mujer.

Un viejo apareció por el pasillo.

–¿Qué pasa?

–Mirá este muchacho. Está herido.

Roberto lo examinó desde la puerta:

–Vení, traelo…

A Erman se le cruzaron varias cosas por la cabeza. Todas malas. Lo primero que temió fue que le robaran los órganos. Se palpó las costillas y sintió un puntazo. No le quedaba otra que confiar en esa gente. No tenía idea de cómo enfrentarlos.

La casa olía a viejo. Pensó en sus abuelos muertos, en el tufo que acumulaba el tapizado raído de los sillones, la humedad del tarro de azúcar y los antibióticos vencidos en el botiquín del baño. Eran objetos que se estaban secando, que ganaban tiempo en su proceso de degradación y olvido antes de la muerte de sus propietarios.

El tipo le sirvió té negro en un vaso esmerilado y la anciana trajo unas vendas, tela adhesiva y una botella de agua oxigenada. Le preguntó qué le había pasado.

–Nada. Me caí.

–Hombre –acotó el viejo–, parece que viene de la guerra.

Erman sorbió un poco de té y contuvo el vómito. El líquido caliente barriendo los restos de polvo le provocó una fuerte náusea, como si un riacho de lodo y pedregullo le bajara por la garganta.

Al intentar una curación, la mujer identificó la esquirla rectangular que le perforaba la nuca, rodeada de algunas huellas dactilares impresas en sangre. Se llevó una mano a la boca.

–Qué es esto, Dios mío.

Erman no se dio por aludido.

–Mirá, Roberto, este muchacho tiene un balazo, o algo así.

–A ver.

Roberto aguzó la vista pero no alcanzó a ver nada.

–No lo toques –le dijo–. Llamá a una ambulancia.

La mujer levantó el tubo.

–¿Tiene familia usted? –preguntó el viejo. Parecía estar perdiendo la paciencia.

Erman pensó en Caleb por primera vez desde la ráfaga de viento eléctrico y el banco de niebla púrpura. La imagen del robot le volvió a la cabeza en una escala menor, casi como un muñequito de Jack. La cara de Caleb aparecía y se borroneaba, los ojos verdes de una intensidad irreal. Enseguida la casa entera comenzó a titilar y los adornitos de los estantes se pusieron de cabeza y esta vez el vómito fue incontenible. Un menjunje de café, bilis sanguinolienta y ceniza. Erman salió corriendo y llegó a la esquina mascando pólvora.

Se fijó dónde estaba. Zelaya y Jean Jaures, no muy lejos de la escuela de su hijo.

Antes de ponerse en marcha volvió a palpar el injerto nucal. Lo tranquilizó comprobar que seguía ahí. Ejerció una ligera presión para que no se saliera. Le provocó un dolor espantoso, pero la idea de perder la plaqueta y dejar la herida al descubierto le daba pánico. Hizo esfuerzos por erguirse y deambuló como si alguien hubiera programado su recorrido. Un hombre de barba y sombrero lo tomó del brazo.

–Kappore –sollozó–. Main libe Nujen…

Erman se lo sacó de encima de un empujón. Volvió a meterse en una zona de caos, pero había dado con una frecuencia perceptiva propia, casi inmune a los agentes externos, y visto desde lejos su paso lucía firme y premeditado.

Cuando llegó al colegio, sobre Sarmiento, una mujer en delantal rosa barría el vestíbulo. No había nadie más. Tal vez lo hayan desalojado por la niebla, pensó.

–¿Usted da clases acá?

–Soy la portera.

La mujer descansó sobre la escoba y lo miró sin reprimir una mueca.

–¿Qué viene, de la explosión?

–No –dijo Erman–, estuve en la casa de mis abuelos. Estoy buscando a mi hijo.

–¿Su hijo?

–Sí. Estudia acá.

–Estamos de vacaciones de invierno, señor.

De pronto Erman tuvo un miedo primitivo, el terror de un nene al despertar de una pesadilla a oscuras. La voz le temblaba.

–¿No sabe dónde puede estar mi hijo?

–La verdad que no, señor. ¿Cómo se llama el chico?

–Caleb.

–¿Caleb? No me suena. ¿En qué grado está?

–En segundo. Puede figurar como Claudio. Claudio Dunkel.

–Déjeme ver.

La mujer fue a buscar una carpeta y volvió meneando la cabeza.

–No, señor –dijo sin levantar los ojos de una lista–. No figura ningún Dunkel en segundo grado.

Erman tambaleó y se dejó caer. El aliento a vómito y amoníaco comenzó a asfixiarlo. Sudaba y tenía las manos heladas.

–La puta madre –dijo la portera y se metió otra vez en la escuela. A través de la ventana, Erman escuchó que pedía una ambulancia. Se arrastró hasta la pared y apoyó la espalda vértebra por vértebra, envuelto en una incongruente sensación de bienestar.

¿Dónde estaba Caleb? ¿Se lo había inventado? Imposible. Congeló la imagen del chico y la admiró en una resaca mental de manchones. ¿En qué grado estaba? ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que estuvo con él? Le vino el recuerdo del robot del Inca hundiéndose en la tormenta de polvo, volviéndose invisible, pero creyó que era otra pista de una vida ajena, la memoria de alguien alojado en otro cuerpo. Se leyó las palmas para mitigar la confusión. Parecían las manos de un viejo.

No se estaba muriendo, de eso estaba seguro. El dolor era demasiado punzante y lo mantenía en una especie de alerta narcótica. Trató de enfocar lo que tenía más a mano, las cosas que se movían frente a él. De pronto eran borrones y al rato cobraban una claridad fantástica. Estaba en plena posesión de sus sentidos. Y la cuadra le ofrecía una realidad amplificada. Una cadencia perfecta.

Por la vereda de enfrente pasó una chica en calzas y pulóver hamacando una bolsa de pan; las caderas acataban el ritmo sordo de un par de auriculares flúo. En la entrada de una mercería armenia, un pajarito rebotaba contra las paredes de su jaula. Una mujer de mirada nerviosa bajó la persiana de una casa de pelucas. Las nubes se espesaban entre las ramas negras de los árboles y el rastro lívido de la niebla se dispersó silenciosamente por las terrazas del barrio.

  • Publicado en la antología Los días que vivimos en peligro (Emecé, 2009)

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Pablo Plotkin

Periodista, escritor, guionista. Exdirector de Rolling Stone Argentina. Autor de las novelas ‘Un futuro radiante’ y ‘Brasil del Sur’.