El trabajo que nadie se tomaba en serio

Pablo Plotkin
3 min readNov 5, 2019

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Recuerdo a Tony en la vereda del histórico McDonald’s de Santa Fe y Riobamba, en cuero en el amanecer del sábado, descargando cajas de panes para hamburguesas después de una noche larga de alcohol, con el regusto de las cosas horribles que tomábamos cuando éramos jóvenes e inmunes: petacas tibias de Mariposa, gin genérico de barra de boliche, malas combinaciones de bebidas blancas, gaseosas y cigarrillos mentolados.

La zona todavía era un polo nocturno juvenil. Había cines y tronaban las máquinas supersónicas de Sacoa. Tony era un gladiador de Arcos Dorados y sabíamos que al final de la noche estaría ahí como fuera, poniendo en marcha el negocio para todo el que quisiera desayunarse un Cuarto de libra. Por entonces nadie hablaba de muffins, expresos ni bagels. No en ese lugar.

La semana pasada, una neozelandesa llamada Kate Norquay publicó una columna en Medium titulada “Qué aprendí trabajando cuatro años en McDonald’s”. Kate cuenta su experiencia entre los 18 y los 22 años como empleada en una sucursal de Wellington, y se enfoca en el hecho de que nadie de sus amigos o su familia se tomaba su trabajo en serio. Por alguna razón, freír papas ahí parecía algo menos digno que, por ejemplo, hacer Vanilla Lattes en Starbucks. Se suponía que, para una chica blanca universitaria, McDonald’s era un juego breve de experimentación proletaria antes de encontrar algún trabajo más creativo o en un ambiente menos grasa. Pero Kate entendió que la única manera de darle sentido era aprender a hacerlo bien, y encontró inspiración en sus compañeros. “Había gente con discapacidades, sobrepeso, gente que no era convencionalmente atractiva, que no hablaba mucho inglés, adolescentes, y mucha diversidad racial –escribe–. Esos eran la columna vertebral del local.”

Entonces me acordé de Tony y sus años en la cocina y la caja de McDonald’s. La franquicia ya no era vista como una puerta de entrada canchera al mercado laboral, sino como un trabajo duro que daba poco dinero, al igual que tantos otros. Tony era, de nuestro grupo, el que más urgentemente necesitaba trabajar. Su familia se había desarmado y él quedó debiendo materias del secundario. Como los amigos de Kate, nosotros tampoco nos lo tomábamos del todo en serio, como si fuera un empleo de ficción. Nos causaba gracia verlo con el uniforme, que lo hacía parecer un personaje latino de comedia yanqui de los 80. Así de listos éramos.

Tony nunca fue elegido empleado del mes ni tampoco escaló en la gama cromática de chombas reglamentarias. Una completa injusticia, considerando el ímpetu con que defendía a la marca de nuestros embates dignos de una fábula infantil pre-No Logo: cuando le decíamos que las hamburguesas estaban hechas con carne de organismos amorfos conectados a sistemas de alimentación artificial (una imagen que me sigue subyugando), se mordía el labio, meneaba la cabeza y al rato estaba hablando sentimentalmente de la “salsa Biggie”, la mezcla secreta del BigMac.

Tony creía en su trabajo, en primer lugar porque lo necesitaba. Y parecía aplicar intuitivamente la enseñanza de Italo Calvino, eso de reconocer en el infierno todo lo que no es infierno, y darle espacio. Que me condenen a una dieta de nuggets si no estaba en lo cierto.

  • Publicado originalmente en La Nación, 5 de diciembre de 2015

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Pablo Plotkin

Periodista, escritor, guionista. Exdirector de Rolling Stone Argentina. Autor de las novelas ‘Un futuro radiante’ y ‘Brasil del Sur’.