El Holocausto, Rújche y la calle Leszno

Pablo Plotkin
5 min readJan 23, 2020

--

  • Escrito en 2007 para la Fundación Tzedaká

Mi tía abuela Ruchcia (se pronuncia Rújche) vive en un caserón de la calle Julián Álvarez que le quedó grande en cuanto sus huesos empezaron a crujir más que el parquet. Es la misma casa con balcón desde donde mi abuela (“la Baba”, ya fallecida) me vio hacer de sereno en un acto patrio sobre un escenario montado en la calle por las autoridades del Francisco de Vitoria, la escuela primaria a la que yo iba. La casa tiene el aire espeso que imponen los recuerdos acumulados, ese aire que solemos identificar como “olor a viejo” pero que para mí es más una consistencia que un perfume. Tiene que ver con la imposibilidad de hacer lugar en los estantes y en la memoria: cuando todo lo que te queda es un montón de pasado, la atmósfera se pone densa y al visitante se le hace difícil respirar. Eso es lo que me pasó la otra tarde en casa de Ruchcia, cuando fui a verla luego de cuatro años.

La última vez había sido antes de mi viaje a Alemania por una beca de trabajo, en el 2003. En esa ocasión, mareado y conmovido por el relato de la anciana, me apuré en escribirle una carta a mi amigo Markus –que me daría alojamiento en Berlín– para documentar la tremenda historia de Ruchcia y aceptar su propuesta de visitar juntos Polonia. Encontré ese texto hace algunos días, revolviendo basura y back-ups de mi vieja computadora portátil. Aquí copio algunos pasajes:

Querido Markus:

El sábado estuve en la casa de mi tía abuela, sobreviviente de la Segunda Guerra Mundial. Durante tres horas, me contó la historia completa de su vida en Jaworzno, un pueblo polaco cerca de la frontera con Alemania. Los nazis mataron a sus padres y a cuatro de sus siete hermanos. Ella, junto con su hermana mayor, fue trasladada al campo de Treblinka y allí sobrevivió tres años (1942- 1945), trabajando como hilandera junto a otras 1500 chicas y comiendo un plato de sopa por día. Al final de la guerra, tenía 20 años y pesaba 36 kilos. Se reunió con sus tres hermanos sobrevivientes –uno de ellos había ido a buscarlos en bicicleta por todo el país– y los rusos los alojaron y alimentaron durante varias semanas. Cuando descubrieron que no podrían irse tan fácilmente, consiguieron pasarse a la zona ocupada por los Estados Unidos sobornando con una botella de vodka a un centinela que los subió a un tren al oeste.

Los recibieron en un pueblo cerca de Múnich. Allí conoció a Maier, el hermano de mi abuela materna. Maio (así lo llamamos acá) fue el único de sus cinco hermanos que decidió quedarse en Varsovia a pesar de la guerra (mi abuela se vino en 1937), porque quería cuidar a su madre enferma. Maio había sido trasladado al ghetto de Varsovia y su mujer y su pequeña hija habían sido asesinadas en los primeros tiempos de la guerra. Él era peluquero, pasó por varios campos de concentración y ghettos (entre ellos el de Krakovia) y sobrevivió trabajando, primero en una fábrica de municiones, y después diciendo que era un una fábrica de municiones, y después diciendo que era un ‘Dachdecker’ [techista]. No quería cortarles el pelo a los nazis. Siempre me había llamado la atención su número tatuado en el antebrazo, pero él nunca quería hablar del asunto.

Maio y Ruchcia se conocieron en esa casa de refugiados cerca de Múnich, estuvieron de novios tres semanas y se casaron. Las hermanas de Ruchcia le insistían que fuera con ellas a Palestina, pero Ruchcia había leído en la Biblia que ‘con el marido se atraviesa los mares’. Viajaron a Budapest, desde ahí les llegó un permiso de embarque desde Francia y, al cabo de un mes, arribaron al puerto de Río de Janeiro. Tres semanas más tarde consiguieron un permiso para navegar a Buenos Aires. Tuvieron un hijo y vivieron una vida relativamente feliz. Maio murió viejo, en el ’95, y Ruchcia todavía vive en el caserón que se levanta en la misma cuadra de mi escuela primaria.

Allí la visité el sábado, me contó esta historia y me dieron muchas ganas de conocer Varsovia. Tiene una memoria prodigiosa, así que recordó la calle y el número de donde vivían mi abuela y mi tío abuelo. Espero ir y, si vos tenés ganas, me encantaría que me acompañaras (yo te invito). Te mando un abrazo enorme y espero el momento de vernos en Berlín.

Pablo

El 9 de julio pasado, cuatro años después de aquella carta, volví a la casa de Ruchcia, esta vez con mi mujer y mi hija de nueve meses. Cuatro años pueden ser demasiado para una persona que se acerca a los noventa. Ruchcia mostraba síntomas de senilidad muy marcados: su tendencia a repetir historias se había profundizado; hablaba lento y sin parar, llenando el espacio con su castellano de imborrable acento idishe. Su latiguillo “y qué te voy a decir” aparecía cada dos frases. Nos habló de sus nietas, de la guerra, volvió a contarme la historia de mi abuela comprándome la coca cola con la cintura rota y nos mostró la foto de su abuelo montado a un corcel del Imperio Austrohúngaro. Le llevé mis fotos de Varsovia, de la calle Leszno, donde vivía su amado Maio, y le conté que había estado en el río Oder, donde ella se bañaba cuando era chica.

A una hora de haber entrado, la sensación de mareo y agotamiento me asaltó de un modo mucho más violento que la última vez. Le dije que teníamos que irnos, que se estaba haciendo de noche y que la beba tenía que comer. Verdades a medias.

Afuera estaba nevando y el Vitoria ganaba el cielo como un magnífico ministerio siberiano. Nieve en mi escuela primaria (¡en el Día de la Independencia!): cuántas veces los servicios meteorológicos de los ochenta nos habían prometido nieve. Me pareció una especie de chiste, o una manipulación espectacular de la melancolía.

--

--

Pablo Plotkin

Periodista, escritor, guionista. Exdirector de Rolling Stone Argentina. Autor de las novelas ‘Un futuro radiante’ y ‘Brasil del Sur’.