Brasil 2014: crónica caleidoscópica de un Mundial inolvidable

Mordiscos, grillos y una caravana zombi a las puertas del paraíso

Pablo Plotkin
20 min readJul 8, 2024

Estamos en lo que parece ser el entrepiso de un edificio devastado, envueltos en el coro demente de una multitud en efecto doppler. Un bombardeo de hologramas de jugadas fantásticas y gritos de gol rebota contra la masa oscura que hay entre las vigas y las paredes. Es una tormenta programada, la representación del fútbol a escala brasilera: exagerado, mágico, feliz, triunfal y egocéntrico. Después pasamos a un ambiente cúbico tomado por una voz que narra el Maracanazo en tono trágico. La filmación antigua se superpone con un compás seco, como el monitoreo cardíaco de un hombre en estado vegetativo.

El Mundial 2014 estaba a punto de empezar y en el Museo del Fútbol de San Pablo, surtido con un contingente de croatas ilusionados con bajar al anfitrión en la primera fecha, se cocinaba la fatídica PBA (Profecía Brazuca Autocumplida): en un mes, el equipo de Luiz Felipe Scolari jugaría por el tercer puesto tras perder 7 a 1 contra Alemania. Si el Maracanazo de 1950 fue el Apocalipsis Now del fuchibol, el Mineirazo de 2014 fue más bien su Martes 13, un carnaval de sangre con sierras eléctricas y adolescentes masacrados en el asiento de un descapotable.

Para cerrar el círculo, y después de caer goleado por el tercer puesto ante Holanda, Brasil tenía por delante la última escala de la pesadilla, una procesión interminable que subía desde la frontera sur del país: miles de autos, camiones y casas rodantes que iban a parar a la Avenida Atlántica de Copacabana y a la Plaza de la Apoteosis, en el Sambódromo de Río de Janeiro, para estar lo más cerca posible de la primera final que jugaría la selección argentina después de seis mundiales. ¿Cómo habíamos llegado tan lejos, Meu Deus?

Cuando despertamos de un coma mundialista de cinco semanas, vimos a un descerebrado con gorro de arlequín sentado en una silla tapizada de rojo en plena 9 de Julio. En principio la escena podría haber tenido sus cualidades psicodélicas, excepto que la silla era parte del mobiliario de un bar que acababan de saquear. El tipo entonces se levantó, lanzó un cascote a la Guardia de Infantería y después se hizo una selfie con dos amigos.

Un rato antes, la zona del Obelisco desbordaba de gente que había ido a celebrar y agradecer el subcampeonato de la selección. A partir de Callao, la avenida Corrientes era una fiesta agridulce, el corredor dominical de un “Bad Moon Rising” hecho de cánticos, fernet en botellas descabezadas y merchandising berreta tendido en el pavimento. Desde un balcón a estrenar a la altura de Rodríguez Peña, un grupo de amigos hacía sonar el “decime qué se siente” en versión de estudio, y el público en la avenida respondía al clamor. El pizzero de Güerrín no paraba de meter masa en el horno y, con el salón rebasado, decidía bajar la persiana intuyendo el desborde.

Los incidentes de la noche del domingo 13 de julio, en los que un par de cientos de lúmpenes vandalizaron el centro de la ciudad de Buenos Aires y las fuerzas policiales –Federal y Metropolitana– dejaron hacer por ineptitud o por decisión política, fueron el cierre lamentable de un día histórico. Para la selección argentina, fue el regreso a la instancia crucial de la Copa después de veinticuatro años de frustraciones, y también un premio para una generación en su punto justo de madurez. La existencia de esa camada de jugadores –Javier Mascherano, Lionel Messi y Angel Di María, entre otros– es casi milagrosa, porque se produce en un contexto en el que buena parte de los clubes argentinos están fundidos, con una dirigencia corrupta, un torneo local en decadencia, las selecciones juveniles tiradas a los perros luego de años de supremacía (hoy la sub 20 está en manos de Humberto Grondona, hijo de Don Julio) y un paisaje general de violencia, propaganda y jugadores que emigran a Europa antes de llegar a quinta división.

“En un fútbol argentino que empeora año tras año, esto sirve”, dijo Mascherano, líder del equipo, después de la final. “Ojalá que sirva aún más, que sea un envión para que las cosas se solucionen.” El mediocampista también declaró: “Hoy dimos todo. Nos vaciamos”. Revisando tomas secundarias del partido, impresiona ver a Messi luchando contras sus arcadas recurrentes y vomitando en plena final. Fue un retrato crudo del hombre más presionado del torneo y también la metáfora de un grupo que terminó entregando hasta la bilis. En Brasil, Argentina logró su mejor performance desde Italia 90, y lo hizo sin envenenar bidones de rivales y sin montar números de victimización, jugando un fútbol colaborativo e inteligente, conducido por el bilardismo limpio de Alejandro Sabella. El hecho de que fuera en ese paraíso tropical que se abre al norte de Uruguayanas no hizo más que agigantar la experiencia.

La estación de metro Faria Lima, en la zona central de San Pablo, desemboca en una gran playa de cemento que es uno de los tantos paisajes planos y secos que tiene la ciudad. Hay bares con techos de chapa oxidada y el olor de la fritanga se mezcla con la combustión masiva de alconafta. Hay también peluquerías chiquitas y oscuras, puestos de feria, avenidas enormes, la iglesia del Largo de Pinheiros y el bolichón de enfrente, el Bar das Batidas, conocido por todo el mundo como el Culo del Padre, porque queda justo detrás de la basílica. La noche cae temprano en invierno, poco después de las cinco. Se encienden algunas bombitas de colores y el resto es la nada. No hay mucho que hacer más que caminar los dos kilómetros que nos separan de Vila Madalena, la posta de la noche paulista. Pero en una cortada de Pinheiros hay un pequeño hostel que se llama Garoa.

Antes de viajar, los amigos locales me decían que había un desánimo general respecto de la Copa, que el despilfarro de fondos públicos, las denuncias de corrupción y las protestas habían diluido toda expectativa positiva. La clase media, históricamente opositora al Partido de los Trabajadores, había encontrado en el Mundial el escenario justo para pintar la decadencia del gobierno de Dilma Rousseff. La clase baja, mientras tanto, veía el evento de lejos, como una fiesta de otros (iba a ser difícil encontrar un brasilero negro en las tribunas). Para colmo, más allá del talento y el carisma de Neymar, el equipo de Felipao no excitaba a casi nadie, y así fue como “A Copa das Copas” se convirtió, antes de empezar, en la razón de todos los males del país. Si en un hospital público faltaba un medicamento, me decía un editor de San Pablo, la gente en la sala de espera gritaba: “Ven, esto es porque ponen el dinero en el Mundial en vez de en escuelas y hospitales”.

Yo suponía que era la mirada de una minoría ilustrada. Sin embargo, cuando empecé a recorrer las calles, efectivamente a nadie le importaba mucho el Mundial. O más bien importaba en el sentido incorrecto, en el sentido en que el gobierno y la FIFA no habrían querido: estaban todos a las puteadas, con discursos que oscilaban entre el escepticismo y la crítica furiosa. Los sponsors hacían todo lo posible por inflamar el espíritu nacionalista y competitivo desde la publicidad, con los jugadores elevados a la categoría de guerreros míticos. Pero el combate estaba en otra parte.

Dos días antes de la inauguración del certamen, el Garoa es una cápsula cosmopolita de una fiebre a punto de explotar, el globo de ensayo de un estado de realidad suspendida que envolverá al país a lo largo del próximo mes. Afuera la ciudad vive la vida como si nada, pero acá adentro la Copa ya se está jugando. Hay australianos rezándole a un fixture imposible (Chile, Holanda y España, con vuelos al Mato Grosso, Porto Alegre y Curitiba), ingleses en banda que todavía no saben si van a entrar al estadio, holandeses confiados en su poderío y en su suave sed de revancha.

Brasil 2014 inauguró el rubro del viaje al Mundial sin tickets. Los argentinos lo sabemos mejor que nadie, pero en esta subzona bohemia de San Pablo, la Copa situacionista (otra forma de entender la famosa dinámica de lo impensado) tiene buena representatividad europea. Acá hay mucha gente que simplemente vino al Mundial, que esta vez no equivale a ir a ver los partidos. Yo, de hecho, soy uno más de esa comunidad internacional de parias. Con Juan Ortelli, director de Rolling Stone, resolvimos la misión periodística en 48 horas. Reservamos pasajes y alojamiento y embarqué un vuelo de Aerolíneas con la convicción de que el Mundial es un estado mental, un gas que se propaga en el aire. Vaya consuelo. Sabía que iba a ver un montón de argentinos en la misma, olfateando reventas delirantes y confiando en la mentada capacidad nacional de adaptarnos a la pobreza; lo que no sospechaba es que ese plan sería válido también para ciudadanos del Primer Mundo.

Hasta hace unos años, los albergues en San Pablo se contaban con los dedos de una mano. Este bed & breakfast de la Rua Guaiçui, uno de los pocos establecimientos que todavía contaba con camas libres, lleva menos de un año abierto. Está a la vuelta del Culo del Padre y a dos cuadras de la estación de metro Faria Lima. Temprano a la noche, cuando llego, hay algunos hinchas relajados de Chile, Australia, Francia y Estados Unidos mirando compactos del Mundial 98 en el lobby. En uno de los sillones, una carioca de 25 años canta sambas acompañada por los arpegios de un canadiense con carita de nerd.

Me habilitan la planta baja de una marinera y la llave de un locker en una habitación de ocho. Cuando entro para dejar el equipaje, me encuentro con un tipo completamente abatido, sentado en la cama que da a la ventana, con el pelo revuelto entre las manos. Es flaco, está bien vestido y tiene esa mirada gastada que caracteriza a ciertas estrellas del rock inglés, entre la preclaridad y el aburrimiento, al mejor estilo Damon Albarn. Lo saludo bajito pero no me contesta. Al rato marca un número en su celular y lo escucho discutir en alemán (aunque es de Londres y se llama Alex, me entero después). Mis nociones básicas del idioma me permiten entender lo que dice: “Voy a estar tres semanas en el extranjero, perdí mi pasaporte, ¡necesito que me ayuden a resolver esto!” Cuando le cortan, se pone la laptop en los muslos y tipea fuerte. Parece estar descargando furia, más que resolviendo un trámite. Cierra la máquina y se levanta. Me presento y, para sacar tema, le pregunto si en la recepción alquilan toallas. “No sé, man. Supongo que sí: es un hostel”, me dice con un gesto de “sos pelotudo o qué” y, antes de salir de la habitación, murmura sin levantar la mirada: “Disculpá, no estoy siendo muy amable. Estoy en un mal día”.

La idea de Alex era ir a Manaos para el debut de Inglaterra contra Italia en el Arena da Amazônia. Construido en el corazón abierto de la selva tropical más grande del planeta, en el lugar donde antes estaba el modesto estadio Vivaldo Lima, el Amazônia es uno de los símbolos de la megalomanía, la audacia y el desmanejo de la operación FIFA en Brasil, y también de su saldo trágico: de los ocho obreros muertos durante la construcción de estadios, tres estaban trabajando en la edificación del Amazônia.

El arquitecto Ralf Amann creó ese diseño hermoso que tiene la forma de una gigantesca canasta de mimbre. El costo de la obra rozó los 250 millones de dólares. El asunto es que, en Manaos, no existe el fútbol de alta competición. El equipo más fuerte de la ciudad, el Nacional, está en la cuarta categoría del Brasileirao y convoca un máximo de 1.200 hinchas por fin de semana. Con capacidad para 40 mil, es imposible no comparar este proyecto con el mítico Teatro Amazonas que aparece en Fitzcarraldo, la película de Werner Herzog, una ópera inaugurada en 1896 que permaneció inactiva durante noventa años. Para el movimiento social que se opuso a la Copa, el Amazônia tiene un destino similar: después de los cuatro partidos del Mundial, será un mastodonte dormido hasta el fin de los tiempos.

A Alex no le preocupa tanto el trasfondo político como su pasaporte extraviado, y por ahí el calor y los mosquitos. Mientras está de viaje atiende algunos temas laborales vía internet, pero de pronto toda la magia de la excursión queda aplastada bajo el peso de la burocracia. Joey, un inglés negro nacido en Tanzania que viaja con él, es mucho más locuaz. Se la pasa hablando de fútbol a toda velocidad, con un acento rarísimo y chispeante, y trata de levantarle el ánimo. “Man, estos tipos no están preparados para hacer un Mundial”, dice sobre Brasil. “El otro día vi bolsas de cemento alrededor del estadio. Es como si les hubieran avisado hace dos semanas que van a ser sede de la Copa. ¿No se supone que estás al tanto de esto hace unos cuantos años?”

Para los mochileros alojados en el Garoa, el Mundial es la excusa para conocer una tierra misteriosa y fascinante. Son viajeros que no llegaron con paquetes turísticos armados, y el fixture de cada travesía evoluciona según el ánimo y la suerte. Deerik, un holandés de 27 años con los bíceps modelados por el entrenamiento y la tinta china, está pasando unas noches aquí antes de armar la carpa en el Oranjecamping, una base en las afueras donde se agrupan los hinchas de la naranja y se pasan el mes del Mundial bebiendo, mirando los partidos y haciendo las cosas que hacen los holandeses. “Ya llevamos tres Copas del Mundo haciendo esto”, dice Deerik mientras mete su desayuno de pan, jamón y queso en la selladora de sandwiches.

Pauline, una francesa de sangre argelina de 28 que está viajando por toda Sudamérica, comenta en voz baja mientras lo ve alejarse: “Ah, los holandeses… Se creen tan perfectos que sólo pueden estar entre ellos. No sea cosa que se mezclen con gente de otros países. ¡Oranjecamping! Qué espanto”.

El 12 de junio, el día de la inauguración, me levanto temprano para escribir y ver qué puede hacer un periodista no acreditado más allá de viajar en subte al estadio y tantear un poco el clima mundialista. Mi límite hasta el Corinthians Arena es triste: el primer cordón policial. Pero la bola que corre desde la víspera es que a las diez de la mañana, en la estación de metro Carrão, a diez kilómetros del estadio, va a ver una protesta. En el perfil de Facebook Midia Ninja, donde se difunden acciones militantes, te recomiendan ir liviano y con zapatillas cómodas. Dice también que habrá presencia de Advogados Ativistas, una organización que defiende los derechos de los manifestantes. El logo de la agrupación es el dibujo de un hombre caminando de frente, con un elegante saco negro, la corbata flameando y la cabeza estallada en mil pedazos.

A esta altura, el desánimo alrededor del Mundial parece haber alcanzado a la propia resistencia. Durante el último año, desde la Copa de las Confederaciones de 2013, las protestas se multiplicaron con la fuerza de los sindicatos, el Movimiento de los Trabajadores Sin Techo y los universitarios encolumnados en el Movimiento Passe Livre, que reclama el boleto estudiantil gratuito. Todos denuncian sobreprecios en las obras y piden mayores partidas presupuestarias para salud, educación, vivienda y salarios. Sin embargo, después de varios días de paros, movilizaciones y represión, buena parte de los sindicatos negoció la tregua 48 horas antes del primer partido. Lo que queda es una minoría principista que repite el grito de guerra que viene sonando en las calles desde hace meses: “Nao vai ter a Copa”.

Mientras los hinchas más tempraneros enfilan en silencio al estadio por la línea roja del metro con destino a la estación Corinthians-Itaquera, los activistas se bajan seis paradas antes, en Carrão, donde un cordón de efectivos de la Policía Militar paulista te revisa después de pasar los molinetes. En la calle, unos cien manifestantes se agrupan a un costado de la Avenida Radial Leste, una especie de autopista. Es un pequeño black bloc conformado por estudiantes de izquierda, cuadros de Annonymous y anarquistas independientes.

A las diez menos diez, la puntualidad de la concentración es lo primero que sorprende, además del hecho de que la mayoría de los reporteros usa máscaras antigás y cascos. La idea de los manifestantes es aproximarse todo lo posible al estadio y, en el mejor de los casos, entorpecer la caravana que no para de zumbar por la Radial. Desde el punto de vista estratégico es un delirio, pero el clima estudiantil hace pensar que la descompresión va a ser sin sangre. Sin embargo, hay demasiado en juego como para dejarlo correr, y la policía muestra rápido su talento para la represión preventiva. A los cinco minutos ordenan el retroceso. Ante la falta de reacción, hacen sonar las botas contra el asfalto y atacan con gas lacrimógeno y balas de goma, mientras avanzan a los palazos limpios. Quedamos todos emboscados en una calle más angosta, la Rua Apucarana, corriendo como locos entre edificios de clase media, con vecinos que salen a los balcones a ver qué pasa y helicópteros que surcan el cielo brillante de una ciudad monstruosa. De pronto toda la manzana está cerrada y la excursión matinal se convierte en una cacería. Los activistas más combativos ya se alejaron por Apucarana al grito de “fascistas” y “filha da puta”, logrando sortear la nube de humo y asumiendo el rol de mariscales de la derrota.

Unos minutos después, cuando los militares se repliegan, buena parte de los manifestantes se reagrupa en el punto de partida. Luiz Gustavo, un estudiante de 19 años, toma la palabra con su gorrita de lana negra y su voz estridente. Alterna declaraciones frente a los micrófonos sobre los “diez billones de reales que se lleva la FIFA de Brasil” con gritos de guerra a los policías que rearmaron el cordón.

–Policía militar, vergüenza nacional, no merecen ni el uno por ciento de aumento salarial por estar reprimiendo al pueblo.

“¿O acaso merecen?”, increpa Luiz a un soldado que lo mira con ganas de comérselo crudo. La respuesta llega rápido: un nuevo sacudón de gas y “borracha”, esta vez en los pocos metros cuadrados en los que quedamos entrampados todos, una especie de plaza seca tachonada de jaulones y arbustos. Luiz Gustavo corre más rápido que nadie. Su cara de pánico es el gesto de un chico que acaba de darse cuenta del quilombo en que se ha metido. Se reportan once heridos, entre ellos la productora de CNN Barbara Arvanitidis.

La Copa del Mundo está oficialmente en marcha.

“Il Mondiale dell’era moderna.”

Así vendían los tanos su Mundial de 1990. Podría haber sido el Mundial posmoderno: el torneo del fin de la Guerra Fría, el primero después de la caída del Muro de Berlín y el último que tuvo a Alemania Federal y la Unión Soviética como participantes, antes de la unificación germana y la metástasis del bloque comunista en una colección de equipos ásperos, polares y malhumorados. Pero era la Italia de Silvio Berlusconi como flamante dueño del Milan, la fase decadente del reinado napolitano de Diego Maradona, y el paisaje futurista que querían proyectar los organizadores incluía una canción anticuada, épica y kitsch (“Un estate italiana”, el himno futbolístico de todos los tiempos) y una mascota inexplicable. Para evitar los animalitos o personajes folclóricos y dar esa idea de modernidad, Italia 90 nos regaló un muñeco hecho con cubos y rematado con una cabeza de pelota, una síntesis perfecta del desconcierto conceptual de la época, o de sus infinitas posibilidades. ¿Qué era el fútbol a esa altura del partido? Faltaban veinticuatro años para que encontráramos la respuesta en Brasil (dónde si no). El de 2014 fue el verdadero Mundial de la era moderna.

Con sus drones y sus cámaras-araña a control remoto, la Copa de 2014 llevó la televisación deportiva a la categoría de arte, en transmisiones que reinventaron la alquimia entre robótica y drama humano. También fue el primer Mundial en que la “segunda pantalla” (los dispositivos con redes sociales) tuvieron un rol protagónico. En Sudáfrica 2010, Twitter no era todavía el fenómeno de masas que es hoy. Con un récord de 672 millones de tweets sobre la #WorldCup, los partidos tuvieron su vida paralela en la red de la conversación corta, irónica e intensa, provocando una retroalimentación voraz. Es cierto que este Mundial, además de contar con muchos equipos de buen nivel, tuvo una gran cantidad de partidos emocionantes, en especial en la fase de grupos, pero a esta altura es difícil determinar si la Copa fue realmente tan buena o si el cebamiento colectivo nos hizo flashear en colores. Además de la charla futbolera y pop durante el juego, la generación instantánea de memes, clips, información estadística y toda clase de materia viral contribuyó a ese estado de borrachera-resaca-borrachera-resaca que nos dio el Mundial en todas sus plataformas. No hay recuerdos de un torneo tan comentado.

Más allá de eso, la realidad estaba en la cancha y el juego entregó varias secuencias históricas. Algunos momentos que nos van a quedar para siempre: el genio loco de Luis Suárez, primero clavándole dos goles a Inglaterra y algunos días después agarrándose los dientes de castor tras probar la carne de Giorgio Chiellini. El trote de potrillo, casi en puntas de pie, de James Rodríguez por el verde fosforescente de nuestros televisores. Su increíble volea contra Uruguay y el grillo gigantesco que se posó en su brazo después de descontar de penal contra Brasil, una señal extraña y salvaje de la honorable derrota colombiana. El grito furioso de Messi después de su primera conquista, contra Bosnia (la segunda para él en mundiales), y las celebraciones sobrias e icónicas que vinieron después, con el ceño naturalmente fruncido y los brazos en posición de despegue. Esos chicos que hacían fila para salir a la cancha con los jugadores y que, al ver a Leo, experimentaron la emoción de lo irreal: un héroe de la Play convertido en materia. Los dedos en forma de corazón de Di María después del gol sobre la hora contra Suiza, en octavos de final, al cabo de 118 minutos de impotencia. La explosión erótica del Pocho Lavezzi: el chorrito de agua a Sabella, las indicaciones tácticas a Rodrigo Palacio, la imitación de la semi-caída del DT en el triunfo frente a Bélgica. La calentura galopante de todas nuestras mujeres.

Como escribió el inglés Barney Ronay para The Guardian desde Fortaleza, fue el Mundial del renacimiento de “la estrella solitaria”, en especial en la primera mitad del torneo, con el ascenso o la consolidación de “los glory boys Neymar, Leo, J-Rod… Objetos de reverencia y deseo que trascienden el fútbol”. “Hay algo extrañamente sensual en el espectáculo –seguía Ronay–, completamente diferente en tono y textura a esos tiempos relativamente cercanos en los que el deporte televisado era un asunto de larga distancia, formas indefinidas dispuestas en un rectángulo granulado. Ahora el proceso se basa en celebrar individualidades, con el sesgo puesto en incidentes, puntos de quiebre y destellos de habilidad solista tomados con un detalle cinemático impresionante. Hay algo en la cobertura de esta Copa, un asombroso grado de intimidad en el manejo de las cámaras, con primerísimos primeros planos y esas repeticiones súper-lentas que muestran cada gesto, cada gota de sudor, cada brote muscular.”

En instancias definitorias, y siempre potenciado por este nuevo dramatismo hi-tech, el Mundial también tuvo su fase sombría. A Brasil lo esperaba la lesión vertebral de Neymar y la mayor catástrofe deportiva de su historia. Hoy, ese bombardeo frío y preciosista de la selección alemana puede verse como una masterclass de fútbol moderno. Sin embargo, mientras los goles iban cayendo con diferencia de dos minutos, la impresión era escalofriante, como asistir a una violación en directo, y el llanto de los niños en cámara súper-lenta empeoró el efecto.

(Mucho más allá de todo esto, por esas mismas fechas el medio periodístico argentino lloró las muertes de María Soledad Fernández, hija de Tití, y Jorge “Topo” López, cronista de Olé y La Red, en sendos accidentes automovilísticos con un enorme componente de violencia. El Topo había escrito, en 2006, una nota de tapa para Rolling Stone, en ocasión del Mundial de Alemania. Era una entrevista con Juan Pablo Sorín titulada “La fábula del capitán ricotero”. Desde aquí va nuestro recuerdo y pequeño homenaje.)

Para muchos argentinos que rondan los 30, Brasil 2014 fue la primera oportunidad en sus vidas de estar ahí, en el mayor evento deportivo del mundo. Si repasamos la historia reciente, Estados Unidos 94 estrenó, para una minoría argentina –ampliada entonces por efecto del uno a uno–, la idea del Mundial como un programa turístico viable. En Francia 98, en pleno auge de la pauta publicitaria y antes de la debacle, los medios se instalaron cómodamente en París (cómo olvidar a Mónica y César conduciendo Telenoche a pocos metros del Arco del Triunfo). Pero mientras la hinchada albiceleste se nutría básicamente de las clases altas, los barrabravas rentados y un grupete de celebridades (con Roberto Giordano como emblema), el público futbolero de todos los fines de semana veía los mundiales como espectáculos remotos, televisivos e inalcanzables.

Eso cambió este año, en el Mundial de la odisea por tierra. El de la reventa de tickets a mil dólares y los paquetes de 100 mil pesos para volar a ver la final, pero también el de las clases trabajadoras que llegaban en combis, chatas y motos fundidas para aproximarse todo lo posible a la gloria. El viaje de la selección empezó y terminó en Río de Janeiro, que fue también el lugar que buena parte de la comunidad internacional eligió como base (lógicamente). El clima mundialista se siente sobre todo en las primeras dos semanas de torneo, cuando las 32 naciones participantes se mezclan en una convivencia festiva, viajando de un punto a otro, abrigando todavía una ilusión. Después la competencia avanza y el evento cultural cosmopolita pierde terreno: los visitantes comienzan a volver a casa a la par de las selecciones eliminadas.

“El Mundial, esa gran conversación universal, nos saca cada cuatro años del cabotaje, nos pone en perspectiva, inventa un orden, una ficción que organice las preocupaciones humanas”, escribió Santiago Llach en una serie de crónicas excepcionales para Bastión Digital. La ficción argentina abarcó un mes completo con recambio, pero ya desde ese primer choque frente a Bosnia, el 17 de junio en el Maracanã, se produjo eso que, en una crónica para la web de RS, dimos en llamar la ricoterización de Río de Janeiro. Nunca una sede de Copa del Mundo se había parecido tanto a esos pueblos o ciudades tomados por la convocatoria de un show del Indio Solari. La Avenida Atlántica era una especie de camping del ACA donde los autos y los remolques estacionaban a noventa grados, y donde un montón de pibes que habían viajado con lo puesto cocinaban ollas de arroz y fideos sobre el fuego débil de una garrafa, a pocos metros de los clásicos bares que miran al mar. Durante el debut de Argentina, el Fan Fest coronó el espíritu de la caravana, haciendo sonar “La mano de Dios” de Rodrigo y “Jijijí” de los Redondos, y convirtiendo la playa de Copacabana en un rodeo cuartetero-rocanrolero, un Villa Gesell tropical. Una especie de upgrade del Canasvieiras de los 90.

Esa “invasión de los hermanos”, como la llamaron los diarios cariocas, empezó como una nota pintoresca del Mundial y se fue poniendo más espesa a medida que la estancia se prolongaba y el juego bailaba su propio samba (que para el anfitrión terminaría siendo macabro). La última noche, después de la caída argentina en la final, los brasileros suspiraron de alivio: una vuelta olímpica nuestra en el Maracanã era el peor de los escenarios, mucho más terrible que la consagración del verdugo, esta Alemania tetracampeona que alcanzó a Italia en el conteo de copas y se puso a tiro del récord verdeamarelo. En Copacabana, argentinos y brasileros se trenzaban mientras la policía dispersaba con gas y algunos de nuestros barras, enviados especiales, robaban teléfonos y efectivo a los compatriotas.

A todo esto, el hit tribunero del Mundial, la relectura cumbianchera del clásico de Creedence, esa luna mala creciente que John Fogerty proyectó el día que Richard Nixon asumió la presidencia de los Estados Unidos (1969) pero que en verdad está inspirada en la película El Diablo y Daniel Webster (1941), resumía varios de nuestros problemas folclóricos: la mitificación del pasado (aquel gol de Caniggia en octavos de final del 90), la distorsión de la realidad (¿Brasil llorando desde Italia hasta hoy?) y la imposibilidad de recuperarnos del trauma post-Diego. La lección de este Mundial, por el contrario, debería ser positiva y hacia adelante: fuimos a Brasil exigiéndole a Messi que se transformara en el nuevo Maradona (un reclamo que increíblemente también impregna a la prensa deportiva internacional) y volvimos descubriendo las fortalezas de un equipo hecho de héroes casi anónimos (los Garay, los Rojo, los Romero), encabezados por la figura contagiosa de Mascherano, el caudillo modesto.

Más allá del epílogo amargo en Buenos Aires, fueron cinco semanas delirantes de fútbol y procrastinación, de goles hermosos y spots horribles, de algoritmos tácticos y relatores en busca del hit viral. Valió la pena estar vivo. El próximo se juega dentro de cuatro años en la otra punta del mundo: Rusia. Imposible imaginar cómo va a ser eso.

  • Publicado originalmente en la revista Rolling Stone, julio de 2014.

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Pablo Plotkin

Periodista, escritor, guionista. Exdirector de Rolling Stone Argentina. Autor de las novelas ‘Un futuro radiante’ y ‘Brasil del Sur’.